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“Y las montañas se movieron"


Prólogo al libro “Las montañas se movieron…” escrito por Ruben Baidez y Darren Lorente-Bull


Salvo en los ambientes eclesiales, hoy nos encontramos fuera de juego para hablar de Dios; en el contexto de la postmodernidad, inaugurada por la proclamación de Nietzsche con su Dios ha muerto, Dios ya no es una presencia plausible, mencionarlo siquiera se ha convertido en una especie de infracción a las buenas maneras, salvo que sea para practicar, como si fuera el colmo de la originalidad y del librepensamiento, alguna forma de blasfemia. Sin embargo para los que pensamos y sentimos que el horizonte de Dios es esencial para un entendimiento cabal de lo humano hablar de Dios es un placer y una necesidad, especialmente para los que nos reivindicamos del Verbo encarnado en Cristo.

Como dice, con mi amigo, Fernando Savater, dando cuenta de su filosófico ateísmo: “Tener fe hoy no es tanto creer sin haber visto, sino creer después de todo lo que hemos visto”. En efecto era más fácil la fe allá en el siglo I cuando el paradigma cultural incorporaba como obvia la intervención constante de lo sobrenatural en la realidad de nuestra vida cotidiana y en la Historia, cuando las esperanzas escatológicas del final de los tiempos eran plausibles, y cuando la asamblea de los creyentes —la Iglesia— tenía todavía una historia impoluta, pura y sin mácula, sin Inquisiciones ni Cruzadas, sin Santo Oficio, ni Hogueras, blanqueada por la sangre de los mártires y por las persecuciones del Paganismo. Desde entonces hasta hoy han pasado muchas cosas: el desarrollo de un pensamiento científico, forjado en la lucha contra las múltiples supersticiones fabricadas por las Religiones, con una propuesta explicativa del Mundo y del Hombre, basada en el método científico y en la duda metódica, que si bien no puede satisfacer las radicales cuestiones existenciales de la condición humana nos ha permitido un conocimiento bastante exacto de la Naturaleza, de la Historia y del Origen del Mundo, de la psique y del cuerpo, lo que nos ha hecho alcanzar unos desarrollos astronómicos, tecnológicos, médico-biológicos, jurídicos y políticos que han mejorado espectacularmente la seguridad y las condiciones de vida y las expectativas de felicidad de millones de personas, gracias a lo cual ha hecho de este Mundo, a pesar de sus problemas y conflictos, un lugar —en términos generales y comparativos— muchísimo mejor que cualquiera de los Mundos pasados.

En este libro radicalmente “conversacional” los autores han conseguido recrear unos diálogos, en el viejo estilo del dialogismo platónico, al modo del simposium griego, pero ya no en el ambiente del Banquete sino en la atmósfera más informal y hodierna del Pub inglés y la fresca presencia de unas cervezas. Unos diálogos que hablan para el alma y tratan coloquialmente de Dios y del Verbo de Dios encarnado en Jesús de Nazaret. Hablar de Dios ya es de alguna manera convocarlo. Lo dijo el propio Cristo: “En verdad os digo que cuando dos o tres de vosotros os reunáis en mi nombre yo estaré en medio de vosotros”.

Hablar del Dios revelado en Jesús es de alguna manera reiterar, difundir y confirmar la Buena Nueva, es decir: evangelizar. Y todo evangelizador es, a veces sin saberlo, un hermeneuta y un traductor, alguien que vierte en un lenguaje sencillo una experiencia que hace referencia a cuestiones complejas. Ese arte lo practicaba magistralmente el propio Jesús que se explicaba a través de parábolas, descubriendo que las verdades de la fe no son sino verdades existenciales y narrativas.

Este libro señala un hecho muy relevante. Dios es algo experiencial, que solo se nos puede hacer inteligible a cada uno de nosotros si somos capaces reconocerlo con nuestro propio lenguaje, de ahí que haya tantas “lenguajes” sobre Dios. La experiencia de la fe, se traduce en nuestra vida en un acto de confianza radical, en una convicción de que a pesar de los pesares, y la vida está llena de ellos, en el fondo de la realidad hay una consciencia amorosa que nos sostiene y nos ama. Por eso la fe genuina está vinculada a la alegría. La existencia de Dios es, según el Evangelio, ante todo amor, no ley.

Somos frágiles, los seres humanos somos muy frágiles y naturalmente también la fe es una experiencia frágil. Creer en cierto modo es no estar seguro, sino hablaríamos de Saber, pero es que en el ámbito de esas verdades últimas y omnicomprensivas que vienen implicadas en la fe, no caben demostraciones apodícticas. El mismo Cristo dudó del Padre y gritó su sentimiento de abandono en la Cruz. Nuestra experiencia de fragilidad e incluso de duda es algo grande y muy humano, que los demás agradecen. No tenemos súper poderes ni súper conocimientos: Dios es —como decían Pablo y Lutero— un misterio en el que nos introducimos, con “temor y temblor”, no es un temor fruto del miedo sino de la fascinación por el encuentro lo absolutamente Otro, no es un temblor hecho de pánico, sino de asombro por la grandeza de Dios: Deus Semper Maior.


Las conversaciones de Las montañas se movieron son un regalo para los que amamos hablar de Dios, que no es sino la Realidad última, que nos gusta compartir con los otros y que nos lleva además al fondo de nuestra verdadera y mejor identidad.

Este libro nos enseña que somos libres de creer y también de no creer, la fe no es renunciar ni a la libertad ni a la inteligencia, no es sino una manera de ejercerlas; en última instancia la fe es una elección, y también una virtud —teologal— y por lo tanto es algo que se ejercita, que se convierte en un buen hábito, que nos permite instalarnos en la existencia de una manera determinada: abiertos a la Esperanza y a la Caridad. La fe puede mover las más altas montañas, esas que no son capaces de mover las tuneladoras: las montañas del odio y de la desconfianza, de la vulgaridad y del sinsentido, de la soledad y el miedo.

Las montañas se movieron nos muestra que la experiencia de fe es una experiencia de libertad, en ella recibes y das gratuitamente por eso decimos con razón: Aleluia¡ Alegría¡

Gracias a los autores.

Javier Otaola.

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