EL MISTERIO DE LA ELECCIÓN DIVINA O ELEGIDOS, SÍ, PERO ¿PARA QUÉ?
La doctrina de la elección forma parte del elenco bíblico, no solo cristiano, desde que las Sagradas Escrituras del Antiguo Testamento [1] vieron la luz tal como las conocemos hoy. Pero dado que su redacción definitiva y su recopilación son hechos más bien tardíos, de unos pocos siglos antes de Cristo, se reconoce sin ambages que la elección forma parte del pensamiento, de las tradiciones sacras más antiguas de Israel prácticamente desde que este inició su trayectoria histórica como nación. La evidencia la tenemos en los primeros capítulos del Éxodo, allí donde leemos los relatos referentes al llamado de Moisés. Triste es tener que reconocer cómo, a partir del momento en que las venerables tradiciones de Israel se plasmaron por escrito y se les otorgó valor canónico, primeramente en el judaísmo y más tarde en el cristianismo, la doctrina de la elección se ha convertido en un tema de discusión no siempre dentro de los cauces más deseables, para devenir un problema real y un asunto candente que ha llegado a generar divisiones entre los creyentes, máxime cuando se ha abordado la espinosa cuestión de la finalidad de la elección divina y sus derivados: ¿para qué elige Dios? Y sobre todo: ¿hay seres humanos que nacen elegidos para la condenación eterna? Se han venido prodigando a lo largo de los siglos respuestas para todos los gustos, naturalmente, según la tendencia teológica de cada autor o de la escuela de pensamiento que representaba.
Hemos de partir de un hecho básico que jamás debiéramos de olvidar al tratar esta cuestión: al intentar, no ya “explicar” ni mucho menos “comprender”, sino tan solo “vislumbrar” la doctrina de la elección, nos enfrentamos a un misterio, un arcano divino impenetrable, oculto a nuestra mente humana, del cual tan solo podemos recibir meros destellos de luz en medio de una total oscuridad. Dígase lo que se quiera, la Biblia no despliega jamás ante nuestros ojos este concepto (como tampoco lo hace con otros muchos), sino que únicamente presenta algunas pinceladas sueltas. Ello significa que cuanto digamos acerca de este asunto ha de ser lo más ajustado posible a lo poco que las Escrituras nos enseñan, y a la luz de cuanto se nos dice sobre el Dios revelado en Cristo. Es más que suficiente.
Por comodidad, vamos a dividir la exposición en tres hitos claves de la Historia de la Salvación contenida en las Sagradas Escrituras acerca de este asunto.
El primero es la ELECCIÓN DE ABRAHAM. [2] Para ello, hemos de dirigir nuestra atención al capítulo 12 del libro del Génesis, y más concretamente a sus tres primeros versículos, que citamos “in extenso” a continuación:
“Pero Jehová había dicho a Abram: Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición. Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra”.
Con estas palabras que el autor sagrado pone en boca de Dios se inicia la Historia de la Salvación [3] propiamente dicha y se hace del antiguo patriarca Abram el “padre de todos los creyentes”, como reconoce de forma unánime la triple tradición monoteísta judía, cristiana e incluso islámica. Cuantos seres humanos hemos profesado a lo largo de los siglos la fe en el Dios de Abraham nos hemos convertido en hijos del patriarca y hemos engrosado la gran familia que lo reconoce como ancestro espiritual indiscutible. Por decirlo con otras palabras, hemos entrado en el propósito divino de elección por el cual el patriarca fue llamado.
De la elección de Abraham podemos destacar de forma rápida dos características relevantes que se repetirán en los siguientes hitos: en primer lugar, que se efectúa por pura Gracia, es decir, sin que hubiera en el patriarca mérito alguno o capacidad destacada por su parte que la motivara; y en segundo lugar, su innegable alcance universal. Si bien es cierto que Dios le promete a Abraham hacer de él una gran nación, concluye diciéndole que todas las familias de la tierra —o sea, toda la especie humana en su conjunto— serán benditas en él. Por un lado, esta elección acentúa la existencia de un pueblo concreto, de una nación singular diferente del resto que tendrá un papel destacado en la Historia Salvífica, pero por el otro se declara una bendición universal para todo el género humano. Al llamar a Abraham y apartarlo de su casa paterna y de su entorno cultural, Dios no tiene en cuenta a una sola persona o un grupo étnico concreto con exclusión del resto, sino que contempla el conjunto de nuestra gran familia. Quienes han entendido a lo largo de la historia el llamamiento de Abraham como una evidencia de que Dios opera de manera restrictiva, seleccionando a unos cuantos seres humanos y rechazando a otros, evidentemente no han leído el texto genesíaco al completo, o tal vez no lo han comprendido en toda su amplitud conceptual, lo que les ha ofuscado a la hora de leer otros textos bíblicos que tratan el mismo tema. La elección de Abraham es paradigmática de las que se realizarán posteriormente en la Historia de la Salvación porque en ella sobresale la gran misericordia del Dios que se acerca al hombre para rescatarlo, para redimirlo, es decir, para devolverle la prístina dignidad perdida por causa del pecado.
El segundo, la ELECCIÓN DE ISRAEL. Son varios los pasajes bíblicos que nos hablan de Israel como pueblo elegido de Dios, pero hay uno que representa con mayor claridad lo que ello conlleva y que se ubica precisamente en un momento clave de la historia de aquella nación: cuando, dirigidos por Moisés, los hebreos recién liberados de la esclavitud egipcia alcanzan el Sinaí, donde tendría lugar la alianza de Dios con ellos como su pueblo. Leemos en Éx. 19:4-6:
“Vosotros visteis lo que hice a los egipcios, y cómo os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí. Ahora, pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra. Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa. Estas son las palabras que dirás a los hijos de Israel”.
La idea de la Gracia en esta especial elección se hace evidente por el hecho de que es el propio Dios quien afirma haber liberado a su pueblo y haberlo guardado y llevado hasta el Sinaí. El texto recoge, conforme a la redacción actual, palabras de Dios dirigidas a Moisés para Israel. Nos interesa destacar dos conceptos capitales: en primer lugar, Israel será un pueblo especial, un tesoro en comparación con los demás, aunque sin perder nunca de vista el hecho de que toda la tierra es indiscutiblemente propiedad divina; en segundo lugar, esa particularidad se define como “un reino de sacerdotes” y “gente santa”. En ningún momento afirma este oráculo el rechazo por parte de Dios del resto del género humano; al contrario, la elección de Israel tiene un claro propósito salvífico universal: un reino sacerdotal significa un pueblo con una patente misión de intercesión por los demás. Dios no libera a Israel del látigo egipcio para hacer de él una entidad extraña o ajena al conjunto de los hombres, una “rara avis” que jamás debiera entrar en relación o en contacto con los otros, sino para que ocupase la posición de mediador entre la humanidad y su Creador. Su santidad conllevaba su puesta aparte para esta función especial, jamás una condición de crasa inhumanidad, de desprecio a cuantos no formaran parte de él. No cabe duda de que quienes recopilaron esta tradición y le dieron la forma en que hoy la leemos eran buenos teólogos, sacerdotes con toda probabilidad, que supieron obviar otras tradiciones de tonos más primitivos [4] y apuntar hacia lo esencial. La gran desgracia histórica del antiguo Israel y del judaísmo posterior es que perdió de vista esta dimensión de su elección por parte de Dios. Aunque algunos de los grandes profetas hebreos llegaron a vislumbrar con cierta claridad que el propósito divino abarcaba a todo el género humano, incluso a los enemigos tradicionales de Israel (cf. Is. 2:1-4; 19:23-25; Mi. 4:1-5; Zac. 14:16), lo cierto es que las reformas posteriores de Esdras y Nehemías sentaron las bases de un judaísmo exclusivista, replegado sobre sí mismo, siempre temeroso de la contaminación con los otros pueblos, y que en definitiva cerró las puertas de la salvación a las naciones [5]. Aunque en los siglos intermedios entre la restauración y el nacimiento de Cristo se vieron ciertas tendencias proselitistas en algunos sectores más abiertos del judaísmo, la realidad es que el pueblo judío que conoció Jesús había desarrollado un pensamiento refractario al contacto con los gentiles y que negaba el propósito original con el que Dios había llamado y elegido al antiguo Israel.
Y el tercero y último, la ELECCIÓN DE LA IGLESIA. El Nuevo Testamento en su conjunto presenta la realidad de la Iglesia [6] como el nuevo Israel de Dios, un pueblo distinto que ya no se ciñe a una etnia o raza particular, que no está ubicado en un punto concreto de la Tierra, sino que comprende y abarca a seres humanos procedentes de todas las latitudes y naciones, de todas las clases y condiciones sociales: judíos y gentiles, bárbaros y escitas, libres y esclavos, hombres y mujeres. La razón es simple: el Mesías ya ha venido, ya ha llevado a término el propósito redentor de Dios. De ahí que la Iglesia surja como una nueva entidad en el designio divino. Uno de los pasajes neotestamentarios que mejor definen esta cuestión se halla en 1 P. 2:9:
“Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable”.
Es evidente la “inspiración mosaica” de este hermoso versículo petrino. De hecho, el pasaje evidencia una clara adaptación del que acabamos de considerar en Éxodo 19. Es tanta la riqueza conceptual de estas palabras que nos vemos obligados a hacer hincapié tan solo en uno de sus elementos, suficiente para ofrecer una aproximación de todo el conjunto: “real sacerdocio”. Dios ha elegido y ha adquirido a la Iglesia en tanto que pueblo santo que ha de anunciar un mensaje de luz como un particular sacerdocio real. El texto griego de 1 P. 2:9 reza “basíleion hieráteuma”, es decir, un sacerdocio que es propiedad del rey. Allí donde Éxodo 19 hablaba de un “reino de sacerdotes” (“mamlékheth kohanim” en su lengua original), que muy bien se puede entender como un estado gobernado por sacerdotes, [7] 1 Pedro presenta un sacerdocio que no gobierna porque se halla sometido a la autoridad real, vale decir, al Rey de Reyes, que es el Sumo Sacerdote por antonomasia, oficiante y víctima expiatoria al mismo tiempo en el sistema salvífico definitivo establecido por Dios (cf. Hb. 7-9). La Iglesia no puede ejercer su ministerio sacerdotal como una autoridad que hace cumplir las leyes, sino más bien como un servicio prestado. ¿A quién? Lógicamente, al resto de los seres humanos. Anunciar el evangelio de la luz no es solo informar sobre la persona y la obra de Jesús de Nazaret; no solo es proclamar sus hechos, sus enseñanzas, su muerte y su resurrección; también es invitar a creer en él, y más todavía, interceder y orar por quienes no creen o no desean creer. El ministerio de la Iglesia es sagrado. Dios nos ha elegido y nos ha colocado en este mundo para que los otros sean salvos por nuestra intercesión, que ha de ser la de Cristo en exclusiva. La Iglesia no puede transitar por esta Tierra lanzando anatemas o dirigiendo exterminios de quienes no creen o no aceptan su mensaje, sino más bien materializando y plasmando de forma definitiva la gran bendición prometida a Abraham y que Israel no fue capaz de llevar a término por su cerrazón. Esto solo se concibe como un ministerio de Gracia, un ministerio intercesor, mediador entre el Dios revelado en Cristo y el hombre rebelde.
La historia de la Iglesia cristiana no ha sido inmaculada, desgraciadamente. A las divisiones y fraccionamientos del Cuerpo de Cristo han seguido derivas políticas, económicas y sociales muchas veces erróneas, hasta abominables. Pero nada de ello ha variado el propósito original de Dios para con nosotros en tanto que Iglesia. Dios nos ha puesto para ser luz y bendición, para interceder por los otros en tanto que sacerdotes que obedecemos a nuestro Rey.
Elección eterna, sí, sin duda alguna. Elección incondicional e inmerecida exclusivamente por la Gracia de Dios, también. Y la finalidad está muy clara: no somos elegidos frente a los que no lo son ni tampoco contra ellos, sino a favor de ellos, para ellos, para que ellos también sean beneficiarios del propósito salvífico del Dios de Abraham, del Dios de Moisés, del Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que es nuestro Padre y Padre de todos los hombres.
SOLI DEO GLORIA
1.- Las citas bíblicas se toman siempre de la Reina-Valera revisada de 1960 (RVR60).
2.- Las tradiciones patriarcales recuerdan que el nombre del patriarca era en realidad Abram. El cambio al nombre nuevo de Abraham no se producirá hasta Gn. 17:5.
3.- Para quienes indican que la “Historia Salutis” se inicia ya con el Protoevangelio (Gn. 3:15), cf. los comentarios protestantes y evangélicos conservadores al libro del Génesis (el de Keil & Delitzsch, por ejemplo), y en el campo católico romano los razonamientos y las deducciones del documento conciliar “Lumen Gentium” VIII 55, entre otros del mismo tenor.
4.- Las hoy para nosotros difíciles historias en las que Dios en persona decreta que Israel ejecute genocidios en su nombre, por ejemplo.
5.- La reacción a una tendencia tal se halla en la redacción de libros como el de Rut o el de Jonás, contemporáneos de la restauración y con un espíritu mucho más abierto.
6.-Al hablar de la “Iglesia” no nos referimos a ninguna denominación de las que hoy existen o hayan podido existir en momentos concretos de la historia del cristianismo, sino a la Iglesia universal de Cristo entendida como el conjunto de creyentes en Jesús de Nazaret como Hijo de Dios y Salvador del mundo, llamados hoy más que nunca a la unidad por el soplo del Espíritu Santo.
7.- La historia judía del período intertestamentario evidenciará hasta qué punto esto fue verdad.