LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS
El concepto de “Comunión de los santos” o Communio sanctorum, como suele decirse en algunos manuales de teología, está íntimamente vinculado con la idea de la catolicidad o universalidad de la Iglesia de Cristo, en el más puro sentido del término. No es porque sí que en el Credo Apostólico aparezca inmediatamente después de la declaración “(Creo) en la santa Iglesia católica”, como si de su continuación natural se tratara. Tener conciencia de formar parte de la Iglesia universal de Cristo implica estar en comunión con todos aquellos que la componen, vale decir, integrar una hermandad cimentada en unas bases inamovibles, si bien pueden manifestarse a través de distintas tradiciones o vehicularse por medio de sistemas de pensamiento multiformes.
“Hermandad” hemos dicho, no “uniformidad”. El fundamento no es otro que el propio Cristo (1 Co 3:11). A partir de él, por él y en él se va edificando la Iglesia y, lógicamente, se va afianzando la comunión de los santos en sus múltiples formas y su dimensión histórica. En efecto, al tratar de este asunto hemos de tener en cuenta la perspectiva cronológica. La comunión de los santos abarca las tres percepciones que los seres humanos tenemos del tiempo: presente, pasada y futura. Veámoslo rápidamente.
En nuestra percepción del tiempo presente, que como todas las de la misma índole es altamente subjetiva, no solo tenemos en cuenta el instante concreto en que redactamos estas líneas, sino todo el lapso de tiempo en el que tendemos a encuadrarnos: desde el día de hoy hasta la era histórica en la que teóricamente nos encontramos, pasando por el siglo en que hemos nacido y en el cual ha transcurrido nuestra existencia, los años de nuestra vida, de la de nuestros padres y familiares más cercanos que podemos recordar, los hitos culturales, políticos y sociales de nuestra generación, etc. Quienes hoy hemos alcanzado los años de la segunda década del siglo XXI no podemos por menos que dar gracias a Dios por los grandes avances de una conciencia cristiana general tendente a ir más allá de las barreras denominacionales en aras de un testimonio unido ante una sociedad necesitada del evangelio redentor de Cristo. Al escándalo de las divisiones y las fracturas en el edificio de la Iglesia universal —sin entrar en valoraciones sobre su conveniencia o inconveniencia, sobre su acierto o desacierto— se contrapone el soplo del Espíritu que nos impele a estar en comunión unos con otros, pues ninguna diferencia es más grande o más importante que el fundamento que nos cimenta. Digamos que nos ha tocado vivir una época particularmente privilegiada en la que los cristianos podemos realmente sentirnos en comunión entre nosotros, incluso con aquellos que hasta no hace demasiado hubiéramos considerado —¡o nos hubieran considerado!— enemigos irreconciliables. Y se vienen abriendo ya nuevas puertas de diálogo incluso con otras religiones, algunas más cercanas a nosotros que otras, hecho que sin duda dará buen fruto en tiempos futuros. Ningún discípulo de Cristo de nuestros días que comprenda el llamado del Espíritu a la unidad —no “uniformidad”— de la Iglesia, dejará de considerarse en comunión con sus hermanos en la fe, de cuyas diferencias se enriquecerá y obtendrá un horizonte más amplio.
En relación con la perspectiva del pasado, es importante que los cristianos actuales no caigamos en la tentación de considerarnos únicos ni de creer que somos ajenos a este mundo, como meteoritos caídos del cielo, sin relación alguna con quienes nos han precedido. Es preocupante que en el día de hoy, al igual que en ciertos sectores del cristianismo norteamericano decimonónico, surjan grupos sectarios que ni siquiera se sienten vinculados con la historia de la Iglesia. La Iglesia universal de Cristo, en su vocación eminentemente católica, no solo no niega su plena comunión con el conjunto de los cristianos que nos han precedido a lo largo de los últimos veinte siglos, sino que aún la extiende más allá. Ello nos lleva a considerar que la comunión de los santos incluye también a quienes han vivido las grandes gestas divinas de la Historia de la Salvación tal como la leemos en los escritos sagrados del Antiguo Testamento. La obra de la redención del género humano que Cristo culmina de una vez por todas en la cruz se inicia con un hombre a quien Dios llama y conmina a salir de la tierra de sus ancestros para dirigirse a un país que ni siquiera conocía (Gn. 12:1-3); y no faltan eruditos, especialmente de las líneas más conservadoras del cristianismo evangélico, que hacen remontar la Historia de la Salvación a los mismos orígenes de la humanidad, a los llamados tradicionalmente “Patriarcas antediluvianos” de Génesis 5. Sea como fuere, lo cierto es que aquellos creyentes hebreos de la lejana antigüedad, si bien no podían conocer aún al Mesías debido a los tiempos en que vivieron, son también nuestros hermanos. Los distintos estratos de las tradiciones veterotestamentarias nos permiten hoy comprobar, aunque haya de hacerse con tiento, la evolución del pensamiento religioso del antiguo Israel desde formas primitivas hasta una espiritualidad más refinada, muy cercana al evangelio, y ello nos convida a la comunión con aquellos lejanos siervos de Dios que sentaron unas bases sobre las cuales hoy nosotros seguimos caminando.
Por lo que hace al futuro, los creyentes de hoy también estamos llamados a la plena comunión con quienes aún no están entre nosotros, pero sí son en el propósito eterno de Dios y sus designios salvíficos. Dios los contempla igual que a nosotros e igual que a quienes nos han precedido, pues para él no constituye la dimensión del tiempo limitación alguna. No estamos hablando de hacer cábalas o especulaciones sobre las épocas venideros, que carecerían por completo de sentido dada nuestra imposibilidad de anticipar el porvenir, sino de un acto de fe: nos declaramos en comunión con aquellos que aún no existen porque entendemos que los arcanos divinos los contemplan, como nos han contemplado a los demás incluso cuando aún no éramos. De ahí que se nos imponga un enfoque escatológico diametralmente opuesto a las tendencias esencialmente catastrofistas y negativas de muchos de nuestros contemporáneos. Hemos de entender la escatología como una parte privilegiada de la doctrina cristiana y centrada esencialmente en la esperanza. De hecho, toda la imaginería apocalíptica que encontramos en ciertos escritos bíblicos consiste en un particular ropaje —impregnado del vitalismo y colorido propio de las culturas orientales— que envuelve un núcleo de bienaventuranza y destacadas promesas de vida para el pueblo de Dios. Constituiría un gravísimo error de bulto leer hoy esos escritos o esos pasajes concretos como meras “anticipaciones de la historia futura del estado de Israel” o “mapas proféticos”, ya del Medio Oriente, ya de cualquier otra parte del mundo; muy otra es su finalidad, muy otro el propósito de sus autores y, nos atrevemos a decir, muy otro también el objetivo de la inspiración que los trajo a la luz. El cuadro que una sana escatología cristiana presenta ante nuestros ojos es el de una familia universal en pie ante el trono de Dios y redimida por Cristo, en una eternidad de plena felicidad.
Comunión de los santos, comunión de la Iglesia universal, comunión del conjunto del pueblo de Dios, ello constituye el gran ideal al que hoy los discípulos de Cristo estamos llamados.
No nos resta sino hacerlo realidad en el poder del Espíritu Santo.