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PROFECÍA AUTÉNTICA

La profecía, triste es reconocerlo, se ha convertido en un negocio redondo de un par de siglos acá. Lo que en el Antiguo Testamento fuera un especial don de Dios a su pueblo Israel, con alguna breve derivación en el Nuevo, despunta como una fuente incalculable de dividendos en la América del Norte del siglo XIX, dando origen, no solo a ciertas sectas bien conocidas y extendidas por el mundo en nuestros días (con sus más y sus menos cada una de ellas)[i], sino a una amplia red de figuras explosivas que se reclaman de tal título… y de sus devengos correspondientes. Se hallan “profetas” para todos los gustos, desde los que emiten programas televisivos en cadenas privadas, hasta los que se atreven a llamarse tales en los púlpitos de varios movimientos religiosos, y todos ellos tienen las mismas dos características básicas: ganancias desmedidas y total falsedad en sus postulados[ii]. De hecho, no hay más profetas al estilo del Antiguo Testamento. El propio Jesús llamó la atención sobre tales embaucadores en Mt. 24:11,24 y par. ¡Cuidado con ellos!

En nuestros días es la Iglesia universal, el conjunto de creyentes en Cristo, quienes estamos llamados a ejercer una función profética, un ministerio auténticamente profético en el mundo. No que nos hagamos llamar individualmente “el profeta fulano” o “la profetisa mengana” (¡sería absurdo!), sino que nuestro mensaje, proclamado en conjunto, ha de tener tonos proféticos. Para comprobarlo, tan solo hemos de leer con atención los así llamados “libros proféticos” del Antiguo Testamento, desde Isaías hasta Malaquías. En la literatura profética veterotestamentaria hallamos lo que Dios quería que enseñaran sus profetas, y lo que quiere que los cristianos enseñemos hoy.

En primer lugar, proclamar un mensaje de esperanza para todos los seres humanos, un mensaje procedente del propio Señor, no de nosotros mismos (el término “profeta”, que procede del griego “prophemi”, significa “hablar en nombre de alguien”, simple y llanamente). El mundo en que vivimos, y por diferentes razones, parecería ser muchas veces un mundo sin esperanza, sin horizontes, y lleno de augurios adversos además. En tanto que pueblo profético de Dios, y sin cerrar los ojos ante las realidades, a veces trágicas, que nos rodean, los cristianos proclamamos una esperanza fundamentada en las promesas divinas que leemos en las Sagradas Escrituras. El hecho de que Cristo, el Hijo de Dios, haya venido a esta tierra para redimirnos y haya prometido regresar al final de los tiempos para recogernos, son datos importantes a tener en cuenta en nuestra proclamación, y muy especialmente todo lo que se refiere a su presencia entre los hombres ya, ahora, en la propia realidad de la Iglesia, en la Palabra proclamada, en la Celebración sacramental, en la comunión de los creyentes. Proclamar esperanza es sinónimo de proclamar a Cristo, de manifestar que él está aquí.

En segundo lugar, proclamar juicio. Los profetas del antiguo Israel no escatimaron sentencias muy duras contra los sistemas opresores del pueblo de Dios, ya fueran enemigos internos o externos, nacionales o extranjeros. Sorprende a veces la impactante actualidad de sus mensajes cuando condenan abiertamente la explotación de los pobres y los desvalidos, los espolios injustos de propiedades o las decisiones arbitrarias de los poderosos en aras de sus propios caprichos[iii]. Por desgracia, y justo es tener que reconocerlo, la Iglesia universal de Cristo no siempre ha estado a la altura en este aspecto. Una clara deformación del concepto bíblico de “pecado” le ha hecho desviar la atención de asuntos realmente muy graves para centrarse en otros de distinta envergadura, de tal manera que se la ha acusado en ocasiones de estar al lado de los poderosos o, peor aún, de ser un instrumento de los sistemas opresores de este mundo. Pero los errores del pasado no debieran condicionar nuestro presente, y muchos menos nuestro futuro. La Iglesia hoy no puede cerrar los ojos a las situaciones injustas, sino que, en nombre del evangelio, ha de condenarlas de manera radical, con toda la radicalidad que le exige su condición profética. Al igual que el Señor Jesús, la Iglesia tiene su lugar (también) entre los más pobres, los más necesitados, los menos favorecidos. La condena del pecado ha de ampliar su horizonte: no solo es reprobable el pecado individual, sino también el colectivo; no solo el moral, sino también el social; no solo el que se comete contra seres humanos, sino también el que se perpetra contra otras criaturas, incluso contra el equilibrio natural del planeta Tierra y del universo. Dios no tolera ninguna forma de pecado, pues es contraria a su esencia y su condición de absoluta santidad; luego todas ellas han de estar en el punto de mira de la Iglesia. La proclamación de esperanza incluye, guste o no, la repulsa de todo aquello que la ponga en peligro.

'El mensaje de Cristo iguala a todos ante Dios y señala la hermandad entre las personas como una realidad innegable y un postulado innegociable. Una Iglesia que defiende la dignidad humana y que sabe reconocer los valores diversos de que todos los hombres somos portadores, es realmente un pueblo profético'

En tercer y último lugar —y en definitiva—, proclamar la redignificación de la persona humana. La Biblia nos indica desde su primer capítulo que el ser humano como tal está hecho a la imagen y semejanza de Dios (Gn. 1:26-27), vale decir, tiene una dignidad especial dentro del conjunto de la creación. A lo largo de una larga trayectoria histórica que todos conocemos, aunque sea superficialmente, los seres humanos parecemos habernos empeñado en perder esa dignidad: al hacérsela perder a nuestros semejantes, la hemos perdido nosotros mismos; ahí están todas las guerras y las barreras que hemos creado para defendernos o protegernos de quienes forman parte de nuestra gran familia. Sean raciales, sexuales, políticas, ideológicas, culturales, lingüísticas, religiosas o económicas, las barreras han conseguido dividir, parcelar y bloquear nuestra especie, causando hechos trágicos que hoy debieran avergonzarnos al leerlos[iv]. Y una vez más, la Iglesia no está libre de culpa en estos asuntos. Pero hoy, como pueblo profético de Dios, ha de alzar su voz para proclamar la dignidad intrínseca del ser humano, de TODO ser humano, y para contribuir a su redención. El mensaje de Cristo iguala a todos ante Dios y señala la hermandad entre las personas como una realidad innegable y un postulado innegociable. Una Iglesia que defiende la dignidad humana y que sabe reconocer los valores diversos de que todos los hombres somos portadores, es realmente un pueblo profético.

Para concluir, profetas y profecías estilo siglo XIX, XX y lo que va del XXI, pues no, gracias. Nos bastan los que tenemos en la Santa Biblia. Y nos es más que suficiente la misión profética que el Señor nos ha encomendado en tanto que Iglesia. Solo será posible con su ayuda y su dirección, sin duda alguna.

Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga

Delegado Diocesano para la Educación Teológica

Iglesia Española Reformada Episcopal

IERE, Comunión Anglicana

[i] Persuitte, D. Joseph Smith and the Origins of The Book of Mormon (II edición). Jefferson (Carolina del Norte): McFarland, 2000; Rea. W. T. The White Lie. M & R Publications, 1962.

[ii] Coleman, S. The Globalisation of Charismatic Christianity: Spreading the Gospel of Prosperity. Cambridge University Press, 2000..

[iii] Así especialmente Isaías, Amós o Miqueas, profetas destacados del siglo VIII a.C.

[iv] Un buen análisis de la historia de la humanidad en lo referente a estos asuntos y otros similares se halla en Harari, Y.N. Sapiens. A Brief History of Humankind. Vintage, 2014.

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