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Teología desde el Infierno.


“…fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos…”

Cuando la Teología, en la persona concreta del teólogo, se dispone a fundamentar y dar cuenta (1 Pedro 3,15) sobre lo que para ella se manifiesta como Ciencia Sublime (cuyo origen nace de un Dios transcendente que quiere comunicarse con su creación), pronto se da de pronto de bruces con cierta aporía: 《la del intento temeroso de procurar dar fundamento y razón bajo las condiciones propias de la existencia humana a lo que en origen y a priori le es ajeno a las mismas》. La “única” vía para hacer una teología acertada del Dios supremo, del Dios que es el único, es como nos dice K. Barth, la que viene fundamentalmente acreditada por la demostración del Espíritu y su poder (...) Es decir la teología evangélica.[1]

La fe evangélica (cuyo epicentro es Dios encarnándose desde su trascendencia), se nos presenta como la respuesta, cura y salvación de las ambigüedades de la existencia en esta dimensión temporal (Gesché) y también más allá de la propia bios humana. Pero, ¿Cómo podríamos conjugar estos dos espacios que pueden parecer tan distintos a primera vista?

El ser humano se sabe como ser finito y abocado al abismo del no ser de la muerte. Su propia limitaciones le son recordadas como condiciones de existencia que se manifiestan en la forma de sufrimiento, fracasos, el tiempo, enfermedad, etc… Esta conciencia de finitud es la pulsación constante en nuestro interior para llevarnos a la incesante búsqueda de sentido vital. Esa búsqueda (a la cual no todos se aventuran a emprender) se da bajo la constante tensión interior de no saber si realmente lo que hemos vivido y estamos viviendo tendrá finalmente una “salvación” que le dote de sentido a todo, o si por el contrario, estaremos abocados a la más absoluta “nausea vital” y nihilista del sin sentido más absoluto. Esta tensión humana (y muy humana por otra parte) de nuestro espíritu no puede, ni debe, serle ajena al ejercicio de la Teología, pues de poco o nada sirve, un Evangelio que no se solidariza con todos los “¡Ays!” de la interioridad del ser humano. Por ello, la Teología no evita ni puede esquivar los misterios que le son propios a todos los hombres, sino que vaciándose previamente de toda sus razones de fe y conocimientos especulativos debe acoge en su haber, aquel dolor existencial de aquellos que se saben heridos por la transcendencia o tal vez intoxicados por la búsqueda de respuestas a su existencia. Dicho lo cual, la teología nunca debe ser presentada como una fórmula de Teorías que intentan convencer a su auditor o lector, o como ciertos conocimientos (en un plano meramente teórico), sino más bien que el quéhacer teológico debe ser expresarse como acompañamiento mistagógico del hombre, a las “profundidades más hondas de su ser” (viaje al centro de la tierra), al más puro estilo de las iniciaciones de las antiguas prácticas de incubación griegas (en honor a Asclepio o Asclepios [en griego Ἀσκληπιός] o incluso a Apolo), las cuales pretendían llevar al “iniciado” a morir antes de morir.

Este tránsito, cerca de ser agradable, era todo lo contrario, pues como nos muestra simbólicamente el mito del Héroe Orfeo (al descender a los infiernos), el inframundo visitado no sólo se presenta como un lugar de oscuridad y muerte, sino como el lugar supremo de la paradoja y el espacio donde se encuentran todos los opuestos.[2] Se trataba de atravesar la oscuridad en dirección a lo que se encuentra “al otro lado”. No era agradable vivir con semejante desafío, pero los griegos entendían que era imposible alcanzar la luz a costa de rechazar la oscuridad. Así los primeros cristianos también hablaron de las “profundidades” de lo divino y también los místicos judíos hablaban de “descender” a lo divino.[3]

En “El juicio final” pintado por Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, según interpreta el filósofo Andrés Ortíz-Osés:

“El Cristo mira a san Juan, no sería propiamente un juez, sino un “cómplice con el amor humano, cuya complicidad salva nuestros amores demasiado humanos, entre los que Miguel Ángel sitúa sus amores seculares”. Cristo no está como un pantocrátor sentado por encima (y fuera) del mundo, contemplándolo de un modo estático, sino que tiene un carácter dinámico (aunque obviamente detenido en la escena del cuadro) y se encontraría “ambivalentemente” en medio del movimiento ascendente de los personajes-almas que van hacia el cielo y el descendente de los que caen hacia el infierno”.[4]

Dicho esto, mi comprensión del ejercicio de la Teología se debe de comprender para el cristiano, no como una “sana doctrina” o cualquiera formulación compleja del pensamiento, sino como que en mi opinión debe ser entendida como ese acompañante que no teme descender con el ser humano al inframundo oscuro de los fundamentos propios de su existencia (cosa que no le es ajena en nada al evangelio, como hemos dicho), movida únicamente por la fe. Una fe (que excede la propuesta luterana de confianza) que se expresa como autentico amor hacía Dios y hacía su prójimo. Es desde ese amor, que el que hacer debe hacerse solidaria con el ser humano en todas sus dimensiones (incluso las más oscuras), para desde dentro de sí mismo, presentarse como vida interior y autentica salvación. No como un discurso ajeno y externo, sino como vida nacida de la profundidad más profunda de la existencia de cada uno de los que buscan desesperados una respuesta ante su dolor y herida existencial. Pues sólo así, el Evangelio, como apunta Tillich, nos salvará de todas aquellas formas que alienan la existencia humana y que nos deshumanizan. Y es desde ese amor que le impulsa, que reconoce en su prójimo lo sagrado que lo habita (Levinás) y es capaz de en medio de la desesperación más absoluta de carencia de sentido existencial que puede gritarle al hombre:

“En tu historia, en tu biografía, en tu vida o en el Valle de Sombra y de muerte...¡No temas, pues Yo estaré contigo hasta el fin del mundo!” (Jesús).

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[1] Barth, K. Introducción a la teología evangélica. Ed. Sígueme. Salamanca, 2006. Pág. 23.

[2] Kingsley, P. En los oscuros lugares del saber. Ed. Atalanta. Girona, 2014. Pág. 68

[3] Kingsley, P. Idem. Pág. 70

[4] Sobre la solidez de la razón pura y el fundamento ‘líquido’ de Andrés Ortiz-Osés. Artículo Web disponible: https://www.tendencias21.net/Sobre-la-solidez-de-la-razon-pura-y-el-fundamento-liquido-de-Andres-Ortiz- Oses_a41085.html [Consultado 01·II·2018].

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