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Del Génesis al Apocalipsis

En 2014, Roma fue testigo de una extraordinaria reunión de cuatrocientos intelectuales y líderes religiosos de todo el mundo, convocados en un coloquio internacional para hablar sobre la complementariedad del hombre y la mujer en el matrimonio. El nuevo libro de RIALP La vida bella incluye dieciséis de estos discursos.

Me han pedido que les hable sobre la gran imagen bíblica dentro de la cual nos centramos en la cuestión de la complementariedad entre el hombre y la mujer, sobre todo en el matrimonio, por supuesto.

Una de las cosas fascinantes sobre la Biblia tal y como la tenemos hoy, como ya saben se escribió durante un periodo de tiempo bastante largo, es que comienza y acaba con la unión del cielo y la tierra. Justo al principio del libro del Génesis, tenemos esos dos relatos complementarios de la creación (en términos generales los capítulos 1 y 2), y desde el principio se nos dice que Dios hizo cielo y tierra; y por eso parece que las dos realidades trabajan juntas. En occidente a menudo pensamos en el cielo y la tierra como radicalmente separados, completamente distintos. De hecho, algunas personas han construido filosofías enteras en las que el cielo está tan lejos que parece que no tuviera nada que ver con la tierra. Pero en el Génesis no es así.

Todas estas complementariedades se refuerzan entre sí y se entiende que funcionan juntas, de manera que la unión del hombre y la mujer es símbolo de algo profundamente verdadero en el conjunto de la creación.

El Cielo y la tierra se supone que son esferas gemelas conectadas de la creación buena de Dios. Mientras se desarrolla la historia del primer capítulo del Génesis descubrimos que hay todo tipo de cosas en la creación de Dios que reproducen, que reflejan eso, que se supone que son de alguna manera complementarias. De modo que no solo tenemos el cielo y la tierra; también tenemos el mar y la tierra seca, las plantas y los animales, un tipo de diferenciación distinto, pero una distinción al fin y al cabo. Luego, dentro del reino animal, encontramos, por supuesto, lo masculino y lo femenino, y también dentro del mundo vegetal, hasta cierto punto. Y entonces la historia alcanza su clímax con la creación de los seres humanos a imagen de Dios: hombres y mujeres.

Cuando leemos y releemos este extraordinario relato del Génesis 1 —y es uno de los textos escritos más importantes de todo el mundo antiguo— vemos que todas estas complementariedades se refuerzan entre sí y se entiende que funcionan juntas, de manera que la unión del hombre y la mujer es símbolo de algo profundamente verdadero en el conjunto de la creación. No es que el hombre represente el cielo y la mujer la tierra; ese es un error que se cometió en algún paganismo antiguo. El asunto es más bien, que estos dos seres designados para ir juntos, trabajar juntos, constituyen una realidad muy profunda en el núcleo de toda esa historia de la creación buena de Dios.

Luego, en Génesis 2, el enfoque cambia y tenemos un tipo de historia diferente, pero que de todos modos converge en la idea de un hombre y mujer unidos, ahora más explícitamente en el matrimonio: uno deja a sus padres y se une a su mujer, de modo que se hacen una sola carne (2, 24). Estos dos relatos de la creación, que por supuesto no pretenden ser reproducciones fotográficas de lo que «pasó al principio», son en sí mismos grandes indicios simbólicos, indicadores de una realidad más profunda, más extraña, que, probablemente, las palabras humanas son incapaces de expresar. Así es como funcionan los símbolos, también la simbología bíblica. Y por eso, justo al principio de toda la Biblia, tal y como la tenemos, al comienzo del libro del Génesis, encontramos este rico relato simbólico de la creación buena de Dios, en la que, en su núcleo más profundo, la combinación de hombre más mujer es en sí mismo un indicador que señala la gran complementariedad de la entera creación de Dios, del cielo y la tierra cogidos de la mano.

Después, si damos un gran salto al final de la Biblia —y de nuevo, históricamente hablando, es un accidente providencial que el libro del Apocalipsis esté al final del canon cristiano de la Escritura—, encontramos en los capítulos 21 y 22 del Apocalipsis esencialmente lo mismo, esta vez al final de la historia. De hecho, creo que quienquiera que haya escrito el libro del Apocalipsis, san Juan el teólogo, como se le llama tradicionalmente, mientras escribía esos dos impresionantes capítulos, sabía que era el modo en que la historia del Génesis alcanzaba su propia conclusión. En su visión, la nueva Jerusalén baja del Cielo como una novia adornada para su esposo. Este simbolismo del matrimonio, del hombre y la mujer que llegan juntos (solo que ahora la Iglesia es la nueva Jerusalén, que llega con Cristo que es el esposo), nos dice que aquí encontramos el núcleo de la creación que Dios planeó. El cielo y la tierra siempre significaron algo el uno para el otro, y ahora, al fin, es lo que va a ocurrir.

Por supuesto los cristianos, sobre todo en la tradición occidental, hemos pensado con frecuencia que el juego trataba sobre dejar la tierra e ir al cielo, pero eso es sencillamente una parodia. Seguro que la tierra dará mucho más de sí respecto a lo que conocemos actualmente, un lugar triste, oscuro, sombrío y malvado. Queremos librarnos de todo eso y estar con Dios. Pero la revelación bíblica nos dice que el Dios que hizo el cielo y la tierra al principio los va a renovar, para que el final de toda la historia no sea simplemente «cielo», sino el nuevo cielo y la nueva tierra de Dios. Por eso no nos debería sorprender que el símbolo de esa realidad sea de nuevo el matrimonio, la llegada del hombre y la mujer juntos; en este caso, de Jesucristo y su Iglesia, como signo del indicio de que esto es lo que Dios ha tenido en mente todo el tiempo.

Ahora es importante comenzar con esa gran figura. Si no, fácilmente podemos imaginar que lo que la Biblia dice sobre el hombre y la mujer acerca del matrimonio, y todo lo que sigue y rodea este tema complicado, rico y apasionante, es simplemente un conjunto de reglas. En la iglesia occidental tendemos a aislar las normas del resto de la imagen. Pensamos que lo que Dios quiere de nosotros es que dejemos la «tierra» y vayamos al «cielo» en su lugar, y mientras, ese Dios nos ha dado unas reglas más o menos arbitrarias para que sepamos cómo quiere que nos comportemos. (A veces se dice que si cumplimos las normas iremos al cielo; otras veces que los que van a ir al cielo por otra razón, porque creen en el evangelio, también deben cumplirlas, porque eso es lo que Dios quiere; pero en ninguno de los dos casos hay un vínculo orgánico entre las reglas y el objetivo final.) Entonces la gente empieza a decir: «Bueno, esas “reglas” podrían ser diferentes; ahora sabemos mucho más que la gente de hace tanto tiempo; de todos modos quizá las normas fueron hechas por maestros humanos que querían impedir que la gente se lo pasara bien…» y cosas así.

Este simbolismo del matrimonio, del hombre y la mujer que llegan juntos, nos dice que aquí encontramos el núcleo de la creación que Dios planeó.

Pero eso no solo es una parodia de la verdad. Es en realidad una distorsión radical sobre lo que trata la Biblia. Como humanos estamos llamados a vivir como símbolos de la creación de cielo y tierra, que fue dada al principio y que tiene que ser consumada como en el libro del Apocalipsis, al final. Hay muchos otros pasajes, en la totalidad de la Biblia y particular­mente en el Nuevo Testamento, que hablan de este modo rico y simbólico del propósito de Dios. Permitidme poner solo uno o dos ejemplos.

Al final del gran capítulo que llamamos Romanos 8, uno de los pasajes más extraordinarios de todo el Nuevo Testamento, encontramos a Pablo exponiendo con deleite y casi regocijo por qué toda la creación está de puntillas expectante: porque va a ser liberada de su atadura de decadencia para compartir la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Ahí está usando la imaginería de un «nuevo nacimiento», de la nueva creación que nace del vientre de lo antiguo. Es una imagen fértil, femenina, que da a luz. Presenta la figura de una mujer dando a luz, lo que constituye un hito, un indicador de que para eso ha sido hecha toda la creación. Eso refuerza la imagen de que, del Génesis al Apocalipsis, tenemos un marco, un «marcador de libro» si queréis, y cuando nos movemos hacia el resto de la Biblia, vemos cómo muchas otras cosas que hay allí significan lo mismo que dentro de ese marco y contexto más amplio.

Obviamente, gran parte del Antiguo Testamento trata sobre la especial relación entre Dios y su pueblo Israel, el pueblo de la familia de Abraham. Desde el principio se habla y plasma en términos de matrimonio una alianza, una colaboración: Dios es el esposo, Israel la esposa. Esto corresponde al principio de todo: hay un propósito con Adán y Eva en el jardín. No es solo que Dios e Israel vayan a estar allí juntos, mientras que el resto de la creación hace lo que quiere. Cuando Dios e Israel se reúnen, esa alianza tiene un propósito, que es la nueva creación. Toda la revelación bíblica consiste en ese movimiento de la creación a la nueva creación, de la alianza a la nueva alianza. La unión entre Dios e Israel (entre Dios y la Iglesia, que vendrá enseguida) señala, efectúa y simboliza esa renova­ción de toda la creación.

Por lo tanto, no debería sorprendernos que los escritores del Nuevo Testamento tomen esa idea de Dios e Israel, la traspongan y traduzcan al lenguaje de Cristo y la Iglesia. Esto re­sulta particularmente claro en la Carta de Pablo a los Efesios, donde en el capítulo 5 une el consejo a maridos y mujeres con una de las relaciones más deslumbrantes y sorprendentes entre Jesús y las personas a la que ha redimido. Cristo da la vida por su pueblo; este responde con gratitud y amor. La vocación de maridos y mujeres no es absolutamente idéntica a esto, pero le sirve de modelo. Simboliza y señala la relación más profunda y rica entre Cristo y la iglesia. (Esto nos lleva una vez más a los capítulos 21 y 22 del Apocalipsis.)

Cuando aceptamos y seguimos las enseñanzas sobre el hombre y la mujer que encontramos en el Nuevo Testamento, descubrimos que es una afirmación de fe sobre el significado de la creación de Dios y sobre los últimos propósitos de Dios para la misma.

En la Carta a los Efesios, el marco que Pablo mismo construye para su enseñanza, incluye el relato y el crucial comentario introductorio del capítulo: que todo el propósito divino siempre fue el de recapitular todas las cosas del cielo y de la tierra en el Mesías. Luego, en el capítulo 2, esto se simboliza en la llegada conjunta de judíos y gentiles a la familia llena del Espíritu. De hecho en el capítulo 3, Pablo habla de la Iglesia como de una familia que tiene a Dios como padre, antes de exponerlo en términos de unidad y santidad de la Iglesia en los capítulos 4 y 5. Lo que dice en el capítulo 5 sobre maridos y mujeres, se encuadra por lo tanto en un contexto más amplio donde en Jesucristo y a través de Él todo el universo es condu­cido a una nueva unidad.

Este es el marco más amplio dentro del cual podemos en­tender la enseñanza detallada de la Biblia sobre el matrimonio en sí mismo. Aquí hay un punto que la gente suele encontrar extraño. Con frecuencia se imaginan que la Biblia funciona del siguiente modo: el Antiguo Testamento está lleno de re­glas y normas, y el Nuevo Testamento dice: «No te preocupes de todas esas viejas reglas, ya no creemos en la ley. Solo vivi­mos de la gracia». Esa es otra caricatura del modo en que fun­ciona la Biblia. Lo que realmente encuentras en las escrituras es que desde el principio, el pueblo de Dios tiene un impulso hacia la unión de un hombre y una mujer en el matrimonio.

Pero Abraham tiene más de una esposa. Isaac es uno de los pocos patriarcas que, hasta donde nosotros sabemos, solo tiene una. Jacob tiene dos, y además, dos concubinas. Y en los tiempos de David y Salomón la antigua poligamia del Próximo Oriente está en pleno auge, lo que a los escritores bíblicos no parece preocuparles demasiado. Claro que el adulterio de David es un grave problema. Y cuando Salomón toma más esposas extranjeras también es un inconveniente, sobre todo porque desvían su corazón de la devoción al Dios único y verdadero. Pero aunque el Antiguo Testamento reitera el ideal de un hombre y una mujer, no es uno de los asuntos principales, y algunos de los grandes héroes bíblicos parecen saltárselo completamente.

Sin embargo, cuando llegamos al Nuevo Testamento, sacamos algo en claro en contra de la suposición que acabo de mencionar. Cabría esperar, basándonos en dicha suposición, que nos moveríamos de una estricta exigencia moral del Antiguo Testamento a una relajación de la tensión en el Nuevo. En absoluto. Jesús es muy claro, tanto en Marcos 10 como en todos los demás lugares: ahora que está ahí, anunciando el reino de Dios, restaurando la alianza entre el Creador y su pueblo, está renovando la propia creación. Vuelve al principio, a los capítulos 1 y 2 del Génesis: Dios los hizo hombre y mujer, e insistió en que los dos debían ser uno.

Esto fue, por lo menos, inesperado. Los primeros seguidores de Jesús estaban perplejos, como lo están hoy muchos, por la clara y estricta simplicidad de lo que dice. Sus propios discípulos le preguntaron cómo se hacía eso, y Jesús explicó que desde el principio fue lo que Dios planeó. Concede que en el Deuteronomio Moisés diera permiso para divorciarse. Pero esto, dice, fue por la «dureza de vuestros corazones» (Mc 10, 5).

Este es uno de los muchos pasajes del Evangelio donde parece que Jesús está dando a entender o insinuando que lo que se ofrece en su mensaje es una cura para la dureza de los corazones humanos. Constituye un enorme reto, tanto hoy como en tiempos de Jesús. Conlleva mucho trabajo pastoral. Estas son ámbitos duros y difíciles donde mucha gente lucha hoy en día, como siempre ha ocurrido.

Pero esta es la imagen, y por eso, significa lo que significa. No es que Jesús diga: «Esta es una exigencia absoluta, y si no puedes hacerlo entonces Dios no te ama». Está diciendo: «Así es como deberían ser los humanos, y si me sigues lo haremos posible». En realidad, las personas saben en el fondo que así es como debería ser. Y todo lo que medio sabemos (aunque seamos expertos en encubrir ese conocimiento), Dios nos lo da en la nueva creación del Evangelio. En este aspecto, como en todos los demás, no podemos alcanzarlo por nuestras propias fuerzas. Se nos invita a tomarlo como un don.

Cuando lo aceptamos y seguimos por medio de las enseñanzas sobre el hombre y la mujer que encontramos en el resto del Nuevo Testamento, descubrimos una y otra vez que no solo no es una regla extraña, una norma a la que hoy podamos objetar basándonos en que tenemos nuevos y diferentes conocimientos científicos sobre cómo son en realidad los seres humanos. Siempre es una afirmación de fe sobre el significado de la creación de Dios y sobre los últimos propósitos de Dios para la misma.

No hay duda de que en nuestros días en Occidente impera el secularismo. Esto se remonta a una larga tradición de deísmo, y actualmente a una versión moderna del antiguo epicureísmo. Por eso, la gente tiene la idea de que si hay un cielo, si hay Dios, están tan lejos, que a efectos prácticos es irrelevante, de modo que podríamos tratarlos como si no existiesen. Por eso, los occidentales han vivido con una visión implícita del mundo que dice: «La religión trata sobre el modo de escapar de la tierra y llegar al cielo». Por lo que los «realistas», que consideran que tienen los pies firmemente anclados en tierra, no quieren tener nada que ver con el cielo o con Dios en absoluto.

Hemos inhalado durante tanto tiempo el aire de filosofías como esta, que no nos debería extrañar ver que en nuestras culturas y sociedades representamos algo parecido en nuestras relaciones humanas. Rompe el cielo y la tierra y también romperás otras cosas, entre ellas el matrimonio. Esa es una de las razones por las que hoy, mucha gente dentro y fuera de la Iglesia encuentra la norma bíblica —la nueva creación, el ideal de la nueva alianza entre marido y mujer—, tan difícil de mantener. Es algo en lo que muchos de nosotros tenemos que trabajar duro. Es difícil ser cristiano en el mundo de hoy. No resulta sencillo ser marido o mujer; hacer que funcione la vida familiar. Pero esto es así porque constituye un signo y un símbolo de un plan divino absolutamente extraordinario: el plan que le costó a Dios mismo la muerte de su hijo amado. Este es el modo en que el Creador puso juntos cielo y tierra: mediante la muerte y resurrección de Jesús, nada menos. Y eso se tiene que aplicar a cada ámbito de la fe cristiana.

No debería sorprendernos. El mismo Jesús y cada gran maestro de la fe lo dejaron claro. Seguirlo significa tomar la cruz en la lucha moral a través de la que realizamos nuestra llamada al bautismo: morir diariamente, ser generosos, ser sabios y humildes, perdonar, ser pacientes y cariñosos; ser, dicho con otras palabras, seres humanos de verdad. El matrimonio, la unión entre un hombre y una mujer, es el contexto dentro del cual muchas de estas cosas se representan y actualizan.

Por eso, creo que la imagen bíblica de un hombre y una mujer unidos en matrimonio no es algo sobre lo que podamos decir: «Bueno, en esos tiempos tenían unas ideas un poco raras. Ahora sabemos más». La imagen bíblica del matrimonio es parte del todo más grande de una nueva creación, y simboliza y señala ese plan divino. Cada vez que yo, como sacerdote, celebro el matrimonio de una pareja, me recuerdo a mí mismo, y con frecuencia se lo recuerdo a ellos, que lo que estamos haciendo es establecer un poste indicador. Vivimos en un mundo con muchos vientos y tormentas; y esos postes fácilmente se pueden golpear y romper. Pero indican algún lugar; y la realidad a la que señalan es el cumplimiento de los buenos proyectos de Dios para la creación. El matrimonio es un signo de todas las cosas del cielo y de la tierra recapituladas en Cristo. Por eso es una llamada exigente. Pero también por ese motivo resulta central y no negociable. Para mí, todo hace referencia a esto.

 

Contribución, por N.T. Wright​​

El Rvdmo. Nicholas Thomas Wright es profesor de Nuevo Testamento y Cristianismo Primitivo en la Universidad de St. Andrews en Escocia. Fue obispo de Durham de la Iglesia de Inglaterra desde 2003 hasta que se retiró en 2010. Entre sus muchos escritos se encuentran sus obras Christian Origins and the Question of God y las series For Everyone, un comentario del Nuevo Testamento, completado en 2011. Wright se doctoró en Oxford en Humanidades y en Teología y enseñó estudios neotestamentarios durante veinte años en las universidades de Cambridge, McGill y Oxford.

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