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Los tres binomios paulinos


Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. (Gá. 3:28)

Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga - Desde la Reforma, y muy especialmente desde la publicación del famoso comentario que le dedicó Martín Lutero[1], la Epístola de San Pablo Apóstol a los Gálatas se ha convertido en un gran centro de interés para todos los lectores y estudiosos del Nuevo Testamento, de manera que aún se siguen publicando en nuestros días trabajos diversos, monografías y comentarios de calidad acerca de este breve escrito[2]. La razón es, sin lugar a dudas, que en ella el Apóstol de los Gentiles vierte, no solo una elaborada y fina teología de la Gracia en contraposición a la dispensación de la ley mosaica, sino una parte importante de su propia alma, de sí mismo, de sus preocupaciones y sus inquietudes en tanto que seguidor del Nazareno en medio de una sociedad tanto más hostil cuanto compuesta de elementos adversos al evangelio, lo mismo por el lado pagano que por el judío, y aun peor, por el judaizante[3].

Uno de los pasajes claves en los que así se evidencia es el conocido versículo en que hallamos los famosos binomios, fuente permanente de reflexión y —todo hay que decirlo— también de discusión y hasta de controversia en medios eclesiásticos. Reza así:

Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. (Gá. 3:28)

Como se ha indicado en ocasiones, sigue el Apóstol el antiquísimo método de enseñanza consistente en indicar elementos contrapuestos agrupándolos en binomios antitéticos, un ejemplo clásico de lo cual hallamos en la enseñanza de Aristóteles de Estagira, el gran filósofo griego del siglo IV a. C., cuando habla de la contraposición entre substancia y accidente, materia y forma, potencia y acto[4], nociones que los estudiantes del Bachillerato de hace algunos años aprendían en la asignatura de Filosofía. El judaísmo, por su parte, había asimilado también esta manera de exponer las realidades, como evidencia Ec. 3:1-8, y había llegado a sintetizar su manera de enfocar al ser humano en tres binomios antitéticos muy claramente sugeridos por la conocida oración diaria prescrita para todo varón israelita, según el Talmud[5]:

“Alabado seas, oh Hashem[6], por no haberme hecho gentil[7]; alabado seas, oh Hashem, por no haberme hecho esclavo[8]; y alabado seas, oh Hashem, por no haberme hecho mujer[9]”.

Esta manera de concebir la realidad humana debía ser ya moneda corriente en el judaísmo del siglo I de nuestra era[10], por lo que, en un contexto de clara diatriba con el legalismo de los judaizantes de Galacia, San Pablo va a exponer sus tres binomios bajo un nuevo enfoque.

El primer binomio alude a la contraposición entre judío y griego, es decir, judío y gentil, dado que en el siglo I de nuestra era los gentiles con quienes los judíos podían entrar en contacto, desde Oriente hasta Occidente, eran de lengua griega y cultura más o menos helenizada[11]. La clasificación de los seres humanos en dos grupos, aquel del que uno mismo forma parte frente a todos los demás, es antiquísima, desde que el hombre tiene conciencia de grupo y concibe a los otros grupos de manera diferente[12]. Las divisiones étnicas, lingüísticas y culturales en general siempre han sido las más evidentes, como señalan las literaturas de la antigüedad. El capítulo 10 del Génesis, sin ir más lejos, ofrece lo que se conoce en medios exegéticos como La tabla de las naciones, recuento de gran valor de los pueblos conocidos por los judíos de la época de la cautividad babilónica y la restauración, que daría pie más tarde a la enseñanza rabínica tradicional según la cual en el mundo habría setenta naciones distintas[13]. El problema es que, también desde tiempo inmemorial, esa división natural en razas, etnias, lenguas o culturas, se ha entendido como una manifestación de clara hostilidad: quien es diferente, ha de ser considerado enemigo, si no de hecho, sí al menos de manera potencial[14]. De ahí las interminables guerras que han teñido la historia de nuestra especie con el color de la sangre derramada, y que no parecen haber concluido en nuestros días. No obstante, hemos de decir en descargo de la pobre humanidad que también ya en tiempos antiguos se dieron tímidas tentativas de superación de las divisiones, e incluso alguna que otra que alcanzó cierto éxito: el proyecto de unir a todos los pueblos del mundo bajo la égida de la cultura griega, gestado por Alejandro Magno, y que dio origen al concepto del ecúmene, sinónimo de “civilización”[15]. Pero todos estos intentos, antiguos y modernos, se han visto siempre confrontados a la realidad de que el ser humano, por tendencia natural, contempla con cierta animadversión al que es distinto, o al que no vive dentro de sus fronteras. Ni los grandes imperios del pasado ni las alianzas político-económicas del presente son capaces de generar esa conciencia de unidad de la raza humana que solo el evangelio puede dar. Judíos y gentiles (o griegos, como reza el texto paulino) estarán siempre enfrentados, a no ser que el poder de Cristo rompa los muros de separación (Ef. 2:14) y haga de las dos realidades una. Únicamente en Cristo podemos contemplar al otro, venga de donde venga, hable como hable, tenga las costumbres que tenga, como un hijo de Dios en igualdad con nosotros y, por ende, un hermano. La expectativa bíblica de avance del evangelio del Reino de Dios hasta llenar la tierra (cf. Dn. 2:34-35) nos permite vislumbrar el momento en que las palabras de San Pablo Apóstol tendrán una plasmación real en el conjunto de la humanidad redimida. Por eso, en la vida de la Iglesia no pueden darse esta clase de diferencias, aunque, por desgracia, el ideal paulino haya visto un escaso éxito en ciertos momentos de la historia del cristianismo.

El segundo binomio expresa la dicotomía entre esclavo y libre, es decir, entre la realidad de las clases sociales (o mejor, estamentos, en este caso concreto[16]) en que se distribuyen las sociedades humanas. Por más que se haya señalado que el Apóstol refleja en estas palabras su propio mundo, dado que la esclavitud es cosa del pasado en nuestra civilización occidental, la realidad es que, por un lado, el comercio de esclavos sigue estando presente en otras sociedades de nuestro mundo actual; por el otro, la sociedad occidental ha tenido esclavos hasta bien entrado el siglo XIX, llegando en algunos casos concretos casi hasta los albores del siglo XX[17], vale decir, no se trata de un pasado excesivamente lejano; y en definitiva, incluso en nuestras avanzadas sociedades occidentales hodiernas existen personas cuya situación social se parece mucho al status del esclavo antiguo, solo que ahora se lo designa con otros nombres. En ocasiones algunos han señalado que la distribución de la sociedad en clases es tan natural como la división de la humanidad en razas y etnias: las cuestiones de tipo económico, de formación cultural y de educación, diferencian a las personas y las clasifican en un grupo social determinado o en otro[18], lo cual ha sido siempre un motivo de fricciones y de hostilidades. No está, pues, superado este segundo binomio paulino si tenemos en cuenta que hoy, como entonces, como siempre, mientras el hombre sea hombre, existirán en este mundo personas que ostenten todos los derechos frente a quienes los tengan mermados[19], o personas que vivan con cierto bienestar junto a otras que carecerán de lo mínimo para subsistir. Los movimientos históricos que han pretendido la supresión de las clases sociales han tenido un éxito relativo: si bien han venido a poner fin, en efecto, a ciertos estamentos cuya existencia era anacrónica, en realidad han generado clases nuevas y, a veces, divisiones más radicales que las que habían podido existir en momentos anteriores. El pensamiento del Apóstol apunta a algo radicalmente diferente: ante Dios todos los seres humanos son exactamente iguales, pues el Creador no tiene en cuenta las divisiones estamentales o de clase generadas por la evolución histórica; un esclavo, por el hecho de serlo, no pierde su condición de hijo de Dios y de hermano en Cristo de quienes son libres, de la misma forma que un rico se halla al mismo nivel que un pobre, o un poderoso al mismo nivel que un débil, ante la mirada del Supremo Hacedor. De ahí que en la Iglesia las diferencias sociales, aun siendo en ocasiones muy marcadas, no deban obviar el hecho de que cuantos confesamos a Cristo somos hermanos y debemos tratarnos como tales.

El tercero y último de los binomios señala la diferencia entre varón y mujer, vale decir, la distribución original de nuestra especie en los dos sexos que la componen de forma natural, y que implican, no solo una función biológica meramente reproductora, sino dos maneras distintas de enfocar la existencia, dos sensibilidades bien marcadas, dos polos llamados a una perfecta complementaridad, de lo cual los Relatos de la Creación de Gn. 1-2 dan testimonio. La lástima es que las diversas culturas humanas no siempre han sabido reaccionar bien ante esta diferenciación natural del ser humano y, en líneas generales, ha sido el elemento femenino quien ha llevado la peor parte[20]: desde la poligamia institucionalizada en los pueblos semíticos orientales, con su consiguiente minusvaloración de la mujer y su reducción al serrallo (de lo cual el Antiguo Testamento ofrece varios ejemplos harto evidentes[21]), hasta el conocido mito griego de Pandora, la primera mujer, concebida como un castigo de Zeus a la soberbia del hombre[22], encontramos toda una serie de historias, relatos fantásticos y leyendas que pretenden justificar la “superioridad natural” del varón en el género humano, sin olvidar que también el mundo cristiano ha contribuido a ello con su estigmatización de la figura bíblica de Eva a partir de lo narrado en el Relato de la caída (Gn. 3)[23], todo lo cual ha derivado en unas consecuencias lamentables de explotación y maltrato constantes de la mujer por parte del varón, a veces institucionalizados, que se han mantenido en los países occidentales hasta tiempos relativamente próximos, y que aún persisten en otra áreas geográficas de nuestro mundo actual. No parece, desde luego, que las ideologías feministas más radicales de nuestros días sean el mejor antídoto contra tales condiciones. Iguales por dignidad de creación (Gn. 1:26-27) y, lógicamente, por aplicación de la redención lograda por nuestro Señor, el hombre y la mujer están llamados a ser uno en Cristo en el pensamiento del Apóstol, con todas sus implicaciones teóricas y prácticas para la vida de la Iglesia. Ello significa que, por un lado, carecen de sentido las elaboradas construcciones teológicas de épocas no excesivamente lejanas en las que se pretendía evidenciar la inferioridad natural de la mujer en el propósito divino[24]; y por el otro, que Dios llama por igual a hombres y mujeres al servicio al prójimo, a la proclamación de la Palabra y la administración de los sacramentos; de ahí la bendición que suponen para el mundo aquellas denominaciones cristianas en las que, dejándose de lado ciertos prejuicios fruto de una mentalidad antigua y antievangélica, y obviando algunas tradiciones opuestas al espíritu de las enseñanzas de Jesús, se reconoce plenamente la total dignidad de la mujer como ser humano en los designios divinos y, por ende, su idoneidad para recibir las órdenes sagradas, así como todo cuanto conlleva el testimonio de la Iglesia en esta tierra.

Ni judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni varón ni mujer: toda una proclama de restauración del ser humano, únicamente posible en Cristo. Aunque el cristianismo no haya progresado siempre en la debida línea evangélica trazada por el Apóstol, lo va haciendo. Nuestra humana impaciencia choca con la realidad del decurso del tiempo histórico, que no se ajusta siempre al breve intervalo de nuestra existencia individual, pero que obedece al propósito restaurador de Dios, quien no está sometido a relojes ni calendarios. Aun retrasándose un poco en su aplicación, el gran ideal paulino de una humanidad en la que ni la raza, ni la clase social ni el sexo constituyan barreras infranqueables, prosigue su camino, se abre paso, desbroza senderos. Toda una revolución, no solo ya religiosa, sino también social, que únicamente puede explicarse a la luz del sintagma en Cristo. La presencia del Reino de Dios entre los hombres desde el momento en que el Mesías hace su aparición en la Palestina de hace veinte siglos, es una realidad patente para quien sepa y quiera verla. Ello ha de contribuir a que las comunidades cristianas, las iglesias o capillas, se conviertan en punto de referencia para cuantos anhelan un mundo más justo.

Cristo es el único que puede traernos a los hombres la paz y la concordia, la unidad y la fraternidad entre todos los componentes del género humano. De hecho, ya las ha traído; basta con ponerlas en práctica. Por su Gracia, desde luego.

[1] Ha visto la luz recientemente en nuestro idioma bajo los auspicios de Editorial CLIE (1998). También Calvino y otras figuras destacadas del protestantismo histórico redactaron en su momento sendos comentarios sobre este escrito.

[2] Un clásico del siglo XX ha sido Bonnard, P. L’Épître de Saint-Paul aux Galates. Genève: Labor et Fides, cuya primera edición tuvo lugar en 1972. Ver también Cothenet, E. La carta a los Gálatas. Estella (Navarra): Ed. Verbo Divino, 1981.

[3] La cuestión de los judaizantes es el trasfondo que aflora de continuo en la epístola, el asunto candente que en realidad motivó su composición.

[4] Metafísica, libros V, VII, VIII, IX.

[5] Tratado Menahoth, 43b, 44a.

[6] Dios. Lit. “el Nombre”.

[7] “Sino judío”, se entiende.

[10] La Mishnah, de la que forma parte el tratado Menahoth, fue recopilada y puesta por escrito definitivamente el año 220 d. C. por el célebre rabino Yehudah Hanasí, a partir de tradiciones que venían repitiéndose durante siglos desde el año 436 a. C.

[11] Para la extensión de la lengua griega en el mundo antiguo, véase Easterling, P. E. y Knox, B. M. W. (ed.). Historia de la Literatura Clásica (Cambridge University), Tomo I. Literatura Griega. Madrid: Ed. Gredos, 1990, pp. 13-55.

[12] Un ejemplo muy a mano, sin salir de nuestras fronteras, se halla en el hecho de que en euskara se mantiene la clasificación primitiva entre euskaldunak, es decir, los vascos (desde el punto de vista meramente lingüístico), y erdaldunak, todos los demás. Las circunstancias históricas, como es lógico, han ido variando esa cosmovisión ancestral y generando diversos neologismos en el idioma vasco para indicar los distintos tipos de nacionalidades y grupos humanos, pero la lengua mantiene vivos los vocablos arriba indicados como restos de una concepción muy antigua.

[13] Cf. el enorme valor simbólico del envío de setenta discípulos por parte de Jesús en Lc. 10:1-12.

[14] El derecho griego antiguo es el ejemplo clásico más a mano. En las polis griegas, el xenos o extranjero (aunque fuera también heleno, pero de otra región o localidad) estaba sometido a la más estrecha vigilancia y era un peligro potencial para la seguridad de los ciudadanos. De ahí su frecuente maltrato, claramente institucionalizado.

[15] Gr. oikumene, que en principio significa “la tierra habitada”, pero que muy pronto adquiere el significado de “aquellos que hablan griego”.

[16] Como sabe bien el amable lector, la diferencia entre estamento y clase es que el primero indica una situación social inamovible, mientras que el segundo refleja una posibilidad de cambio. Las personas pueden cambiar de clase social al variar sus condiciones económicas o culturales, por ejemplo, pero en las sociedades estamentales el nacimiento en un grupo determinado marca indeleblemente a la persona de por vida.

[17] La Cuba colonial española o el imperio del Brasil.

[18] Los seres humanos primitivos, se dice, se habrían distribuido socialmente en un principio por su fuerza física y su capacidad de proveer alimento para los demás, luego por su sabiduría adquirida. Las clases sociales basadas en la economía habrían surgido más tarde, con el inicio de la sedentarización y la propiedad privada.

[19] La antigüedad se cimentó sobre la existencia de la esclavitud como necesidad social. El Derecho Romano, que el apóstol San Pablo debía conocer, negaba incluso a los esclavos la condición de personas humanas. Para las leyes del momento, un esclavo era un objeto (res, en latín), lo que no significa que, forzosamente, los esclavos fueran siempre torturados o muertos; la mayoría vivían bien, pero sin derechos ciudadanos.

[20] Al parecer, algunas sociedades primitivas, por el contrario, han dado a la figura de la mujer una relevancia y un honor mucho mayores, sin que por ello hayamos de reconocer como real un supuesto matriarcado primitivo, que algunos investigadores relegan hoy a la categoría del mito. Cf. Bamberger, J. “El mito del matriarcado: ¿Por qué gobiernan los hombres en las sociedades primitivas?” In Harris, O. y Young, K. (Co.). Antropología y feminismo. Barcelona: Ed. Anagrama, 1979, pp. 63-81.

[21] Gn. 25:6; 2 S. 12:8; 1 R. 11:1-3; Cnt. 6:8.

[22] Hesíodo, Los trabajos y los días, 47-58, 83-105; Teogonía, 535-570.

[23] Cf. 2 Co. 11:3; 1 Ti. 2:13, textos que están en la base de toda una concepción medieval de la mujer como especial instrumento del diablo.

[24] Dado que los filósofos griegos Platón y Aristóteles consideraron a la mujer un ser imperfecto en sí mismo, una especie de “hombre incompleto”, la teología escolástica medieval así lo enseñó y lo propagó, haciendo de tales postulados una verdad universal. Cf. Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologica, I, q. 92. Ver también el Codex Iuris Canonici (1916), cánones 93, 118, 709, 968, 2004. Aunque las últimas disposiciones de la Iglesia Católica tienden a ir suavizando la situación, y en sectores más abiertos a pedir un claro reconocimiento del papel de la mujer en el sagrado ministerio, se mantiene la situación de exclusión de la mujer en relación con el sacerdocio. Un buen número de denominaciones evangélicas, especialmente las más fundamentalistas, van por idéntico camino, a veces incluso con una virulencia tal al tratar este asunto, que resulta incomprensible y sobremanera desagradable.

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