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Sabidurías en conflicto


El mundo helenístico en que vio la luz el cristianismo estaba habituado desde hacía unos cuantos siglos a las diatribas entre las diferentes escuelas filosóficas…

Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga - No hace mucho, mencionábamos en un artículo publicado en este mismo medio, La LUZ Digital, las dificultades de la redacción y el estilo que presenta la Epístola de Santiago[1], y que tanto contribuían a hacer de ella un escrito no siempre bien apreciado ni debidamente valorado por ciertos sectores del cristianismo, por lo cual no es necesario volver a insistir en ello. Solo diremos que la perícopa que abarca desde el capítulo 3, versículo 13, hasta el capítulo 4, versículo 12, es una patente muestra de ello, lo que bajo ningún concepto significa que no se encuentre en este pasaje un contenido bien preciso. Sin duda lo tiene y, dada su importancia, deseamos llamar la atención del amable lector sobre él.

Al autor de la epístola le preocupan varios asuntos, por lo general apuntados al inicio de su escrito, que nos proporcionan la clave de interpretación del conjunto de la obra. Uno de ellos, y sin duda emblemático de esta peculiar carta neotestamentaria, es el tema de la sabiduría (sophía, en el original griego), ya anunciado e introducido en el capítulo 1, versículo 5, con las conocidas declaraciones:

Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada.

Ahora, en Stg. 3:13 – 4:12 se vuelve a incidir sobre la misma materia, desarrollándose con mayor amplitud y precisando ciertos conceptos.

No muestra el autor de la epístola su interés por este asunto como si se tratara de algo original, de su propia cosecha. El mundo helenístico en que vio la luz el cristianismo estaba habituado desde hacía unos cuantos siglos a las diatribas entre las diferentes escuelas filosóficas[2], que con sus maestros respectivos al frente enseñaban, cada una a su modo, el camino a la verdadera sabiduría[3]. Un poco más de una centuria había transcurrido desde que una de las grandes figuras políticas y literarias de Roma, el ilustre Marco Tulio Cicerón, se había retirado de la palestra política a la quietud de una de sus fincas para estudiar y componer obras de corte filosófico, como el célebre Somnium Scipionis[4], con el que se cerraba el sexto y último volumen de su monumental trabajo De re publica[5]. Y los maestros judíos, por su parte, no tan impermeables a la influencia helenística como algunos hoy pretenden[6], se afanaban en conjugar la griega sophía con su equivalente nacional, la hebrea jokhmah, cuya muestra más conocida la constituye la literatura dicha sapiencial del Antiguo Testamento[7].

Así pues, el autor de nuestra epístola halla en el ambiente cultural en que vive, e incluso (¡sin duda!) en las comunidades cristianas a las que se dirige, una atmósfera favorable para tratar acerca de este concepto, pero, eso sí, dándole un enfoque diferente del que las escuelas helenísticas pudieran otorgarle. Por eso, la perícopa de Stg. 3:13 – 4:12 viene a presentar un claro contraste entre dos nociones contrapuestas.

La primera es la Sabiduría que procede de lo Alto, vale decir, de Dios[8]. Stg. 3:17-18 la describe en los siguientes términos:

Pero la sabiduría que es de lo alto es primeramente pura, después pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y de buenos frutos, sin incertidumbre ni hipocresía. Y el fruto de justicia se siembra en paz para aquellos que hacen la paz.

Al leer estas definiciones, nos vienen a la mente aquellos célebres catálogos de virtudes elaborados por los maestros y pensadores griegos en sus tratados de ética y moral, por medio de las cuales ejemplificaban lo que, a su parecer, debía ser un buen ciudadano de las polis helenas[9]. Pero el interés de nuestra epístola no es formar ciudadanos modélicos de las urbes o los reinos de la época, sino mostrar una manera de vivir extensible por definición a todos los seres humanos, independientemente de cuál sea su raza o nacionalidad, unidos por el gran ideal del evangelio. No le preocupa al autor de la carta que sus destinatarios reciban honores o distinciones por su buena conducta cívica, sino que se conduzcan más bien conforme a unos principios que vienen de lo Alto. Tal sabiduría no puede entenderse, por tanto, como el fruto de años de estudio o de seguimiento de una escuela determinada, sino en tanto que don divino, y no redunda en la formación de personas que deseen destacar sobre los demás por sus conocimientos, sino en la plasmación de una realidad concreta de hombres y mujeres que constituyen una bendición para el resto, vale decir, gentes que viven una existencia de servicio y solidaridad con el prójimo, y cuyo fruto más evidente es la paz. Como se ha señalado en ocasiones, la Epístola de Santiago está impregnada del espíritu sapiencial del Antiguo Testamento, pero también, y sobre todo, del espíritu de las Bienaventuranzas. En las palabras de estos versículos mencionados escuchamos, en efecto, ecos de las conocidas sentencias de Jesús:

Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad.

Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.

Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios.

Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios. (Mt. 5:5,7,8,9)

La segunda es, por contraste, la Sabiduría terrenal, que el autor de la epístola no duda en tildar de animal[10] y diabólica (Stg. 3:15), y la mejor descripción de cuyos frutos la hallamos en Stg. 4:1-10, a partir de la pregunta capital: ¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros?[11] El texto no deja lugar a dudas: esta segunda sabiduría constituye el polo opuesto de la primera, y lo evidencia en sus frutos. Allí donde la sabiduría que viene de lo Alto ponía paz y armonía, esta pone guerra y conflicto; allí donde la primera destacaba la compasión, esta segunda destaca la crueldad innata de quienes se obstinan en vivir de espaldas a Dios y, por ende, a su prójimo; allí donde se hacía hincapié en una vida de servicio y solidaridad para con los demás, ahora aparece el egoísmo en su peor faceta. Nada de extraño tiene que el autor de la epístola acuse a quienes se decantan por esta sabiduría terrena de almas adúlteras (Stg. 4:4), pues su amor solo se dirige a este mundo, entendido como sistema corrupto opuesto a los designios de Dios[12]. En efecto, las descripciones de Stg. 4:1-10 muestran con total claridad la trágica miseria del hombre entregado a sí mismo, a sus propias pasiones, es decir, a la consecución de sus propios fines, sin importarle nada ni nadie. Como buen maestro de su tiempo, el autor de la epístola gusta de los contrastes vívidos para ejemplificar su enseñanza y luego exhortar en una parénesis que destaca, por encima de todo, la necesidad de acercarse a Dios (Stg. 4:8) y humillarse ante él (Stg. 4:10), es decir, el reconocimiento de su señorío sobre todas las cosas.

En resumen, el contraste no puede ser más patente: el amor que suscita la sabiduría de lo Alto es sin incertidumbre ni hipocresía (Stg. 3:17), un principio en sí mismo[13] que libera al hombre; el que genera la sabiduría de este mundo, en cambio, viene teñido de celos y contención, lo cual a su vez es fuente de perturbación y toda obra perversa (Stg. 3:16), lo que significa la esclavitud más abyecta.

El hecho de que la Epístola de Santiago consagre a este asunto un texto tan amplio evidencia una clara preocupación por parte de su autor en relación con la realidad de las congregaciones básicamente judeocristianas a las que se dirige (Stg. 1:1)[14]. Puesto que el Nuevo Testamento no presenta jamás la imagen de una Iglesia compuesta por ángeles, sino más bien por seres muy humanos[15], la lectura de Stg. 3:13 – 14:12 parece apuntar a una parénesis cuyo contenido tiene como finalidad advertir de los peligros que encierra una sabiduría equivocada. Se diría que el autor, haciendo gala de sus evidentes raíces judías, concibe la realidad como una pugna entre dos fuerzas adversas, sin ningún tipo de zona neutral o “tierra de nadie”, de modo que el ser humano en general, y el creyente en particular, únicamente dispone de dos alternativas: o reconoce la dirección de la sabiduría procedente de Dios, o se queda confinado al ámbito de la sabiduría contraria[16]. Y se alcanza el clímax del razonamiento de la perícopa cuando en Stg. 4:12 se dice:

Uno solo es el dador de la ley, que puede salvar y perder; pero tú, ¿quién eres para que juzgues a otro?

Así, el colofón de la sabiduría terrenal, su peor manifestación, la constituye el hecho de murmurar y juzgar al hermano (Stg. 4:11), algo que ya la propia ley de Moisés estigmatizaba como una práctica abominable[17]. De nuevo resuenan en el razonamiento del autor las palabras de Jesús:

No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados. (Lc. 6:37)

Quien juzga a su hermano, usurpa el lugar de Dios, es decir, se erige en una posición que no le corresponde. Emitir juicios contra los demás constituye, por tanto, la peor muestra de crueldad y de carencia de amor y respeto para con aquellos que son nuestros semejantes. A tal situación extrema conduce la sabiduría terrenal.

Qué duda cabe de que Stg. 3:13 – 14:12 es un texto, la vigencia de cuyo contenido no solo no ha sido superada por el devenir de los tiempos, sino que requiere una profunda meditación por parte de la Iglesia de nuestros días, cuando ambas sabidurías prosiguen su conflicto en el corazón de todos los seres humanos, sin exceptuar a los creyentes.

[1] “Uno más uno no siempre es igual a dos”, publicado el 1 de mayo de 2016.

[2] No olvidemos que el término filosofía es, en realidad, un vocablo heleno que significa desde el punto de vista etimológico “amor a la sabiduría”.

[3] Los griegos buscan sabiduría, había dicho San Pablo Apóstol en 1 Co. 1:22, lo que refleja muy bien la situación general del pensamiento y las preocupaciones de la época.

[4] El sueño de Escipión.

[5] La república. Ed. Gredos publicó una excelente traducción en castellano en 1984.

[6] Especialmente los de la Diáspora, y más concretamente aún, los alejandrinos. Pero tanto el Talmud de Babilonia como el de Jerusalén evidencian en sus contenidos la influencia innegable del Helenismo.

[7] Job, Proverbios y Eclesiastés, fundamentalmente, aunque indiscutibles rasgos sapienciales se hallan también registrados en el Salterio, el Cantar de los Cantares, y los escritos proféticos, sin olvidar los libros del Petateuco. Entre los llamados “libros apócrifos” o “deuterocanónicos”, son propiamente hablando muestras de literatura sapiencial Eclesiastés (o Sabiduría de Jesús Ben Sirac) y el libro de la Sabiduría de Salomón, aunque los relatos novelados de Baruc, Tobías, Judit, y los añadidos a los libros de Ester y Daniel rezuman también un tono de escuela judía.

[8] Aunque los vocablos Dios (gr. theós) y Señor (gr. kyrios) aparecen mencionados de manera literal a lo largo de toda la epístola, en algunas ocasiones, como es el caso de esta expresión concreta, el autor hace gala de la costumbre judía de sustituir el nombre divino por un equivalente, debido a lo que en principio debió ser un claro prurito de reverencia, pero que luego devino una simple convención característica, prácticamente un rasgo cultural.

[9] Cf. la clásica Ética a Nicómaco de Aristóteles, fuente de la ética y la moral occidental cristiana juntamente con la Biblia.

[10] La traducción animal de RVR60, que no muestra sino un crudo latinismo mantenido por la finisecular tradición de esta versión bíblica, no es, hoy por hoy, la mejor en este sentido. El adjetivo griego empleado en este versículo, psykhikós, no tiene nada que ver con lo que hoy entenderíamos por “animal”. Su significado en este contexto es “material”, pero comprendido como “contrario al Espíritu de Dios”.

[11] Cf. también los catálogos de vicios tan caros a los pensadores y maestros griegos.

[12] Remedando en este caso el estilo de los antiguos profetas de Israel (cf. el libro de Oseas), el autor de la epístola equipara el amor a este mundo con una infidelidad al pacto de Dios, lo que justifica su acusación.

[13] Recuérdese el conocido Cántico del Amor de 1 Co. 13.

[14] No todo el mundo está de acuerdo con esta identificación de los destinatarios de la epístola, naturalmente.

[15] Contra la tendencia a la idealización exagerada del cristianismo primitivo, error que, pese a la evidencia aplastante ofrecida por el propio Nuevo Testamento, aún permanece arraigada en ciertos sectores muy señalados del cristianismo contemporáneo.

[16] Cf. las palabras de Jesús recogidas en Mc. 9:40:

Porque el que no es contra nosotros, por nosotros es,

Y también Lc. 11:23:

El que no es conmigo, contra mí es; y el que conmigo no recoge, desparrama.

[17] Recuérdese que el mandamiento de Lv. 19:16 equipara las murmuraciones a verdaderos atentados contra la vida humana.

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