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“Les oímos hablar en nuestras lenguas las maravilla de Dios"


Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos.

Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga - Independientemente de cuál haya sido su origen histórico real[1], la festividad de Pentecostés, tal como la presenta el capítulo 2 del libro de los Hechos de los Apóstoles, reviste para la cristiandad universal un especial significado. De alguna manera, como se ha dicho en ciertas ocasiones, viene a constituir la efemérides del nacimiento de la Iglesia en tanto que sociedad de discípulos de Jesús[2]. Así, las actuales liturgias que tienen lugar en tal fecha no harían sino festejar, por decirlo de manera simple, “el cumpleaños de la Iglesia”.

Pero los acontecimientos narrados en Hch. 2 acerca de ese día, inciden en algo más. No solo pueden entenderse como la descripción de un comienzo, sino que también señalan unas pautas muy concretas, una hoja de ruta que la Iglesia ha de seguir sin apartarse ni a derecha ni a izquierda. Señalan cuáles son[3] sus características distintivas, aquello que la hace ser lo que es frente a otras instituciones o sociedades humanas. Podemos leerlo concretamente en el pasaje básico que hallamos en Hch. 2:1-11:

Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos. Y de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen. Moraban entonces en Jerusalén judíos, varones piadosos, de todas las naciones bajo el cielo. Y hecho este estruendo, se juntó la multitud; y estaban confusos, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua. Y estaban atónitos y maravillados, diciendo: Mirad, ¿no son galileos todos estos que hablan? ¿Cómo, pues, les oímos nosotros hablar cada uno en nuestra lengua en la que hemos nacido? Partos, medos, elamitas, y los que habitamos en Mesopotamia, en Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia y Panfilia, en Egipto y en las regiones de África más allá de Cirene, y romanos aquí residentes, tanto judíos como prosélitos, cretenses y árabes, les oímos hablar en nuestras lenguas las maravillas de Dios.

Tres son esas pautas o características deducibles de este pasaje, como veremos de inmediato.

La primera de todas puede ser enunciada así: la Iglesia ha de reconocerse a sí misma como una entidad o institución[4] de origen sobrenatural, divino. No es porque sí que en el texto lucano[5] la descripción de la llegada del Espíritu Santo sobre los discípulos de Jesús incluya la locución adverbial de repente (v. 2), que indica algo súbito, no esperado ni planificado, y las curiosas comparaciones aproximativas un estruendo como de un viento recio (v. 2) y lenguas repartidas, como de fuego (v. 3), que vienen a sugerir un intento de descripción por parte del autor, de algo que está más allá de los sentidos y la comprensión del hombre[6]. La Iglesia ha de mantener vivo el recuerdo de todos estos acontecimientos que marcaron el comienzo de su andadura por el mundo, pero no como meros hechos anecdóticos, sino en tanto que señales que evidencian su pertenencia a un orden distinto del de esta tierra. No ve la luz la Iglesia como institución por el simple deseo o por la cuidadosa planificación de unos cuantos interesados en ella. Sus inicios no obedecen a la puesta a punto de un plan previo orquestado y bien delimitado por los discípulos de Jesús, sino a la labor del Espíritu de Dios, conforme al propósito eterno de Dios Padre revelado en Cristo. Pero una asunción tal no ha de dejar lugar para ningún tipo de espiritualismo fantástico ni idealismo irrealista: la Iglesia está compuesta, desde el primer momento, por seres humanos; más aún, funciona con seres humanos y para los seres humanos, lo que le exige tener los pies en la tierra; al mismo tiempo, no obstante, ha de rememorar constantemente que su existencia no puede justificarse aplicando los patrones con los que se justifican instituciones y sociedades puramente humanas. Tan solo cuando es capaz de vivir esta dicotomía intrínseca permanente que la define y la mantiene de continuo en un estado crítico (entendido en el mejor de los sentidos), es la Iglesia capaz de llevar adelante sus tareas conforme a la finalidad para la que ha sido concebida. El hecho de que, a lo largo de los veinte siglos de su historia, no haya evidenciado siempre haber estado a la altura de su vocación y de su origen, o haya demostrado (¡humana que es!) cierta proclividad a lo mundano, a la ambición y a la tentación del poder político, no rebaja un ápice cuanto hemos afirmado antes. Una efemérides como la del día de Pentecostés está ahí en el calendario litúrgico universal cristiano para recordarle a la Iglesia cuál es su verdadero origen, de dónde procede. Y a partir de ahí, el resto.

La segunda consiste en que la Iglesia tiene desde el primer momento una clara vocación universal. El propio texto lo sugiere al afirmar que fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen (v. 3), y que cada uno les oía hablar en su propia lengua (v. 6). De un tiempo a esta parte, mucho se ha venido hablando en ciertos sectores del mundo cristiano acerca de la glosolalia o “don de lenguas”; un poco demasiado, a decir verdad, pues en un buen número de ocasiones no se ha acertado en absoluto, dado que no se ha comprendido bien el asunto. La innegable manifestación que supuso el verdadero don de lenguas de Pentecostés —idiomas reales de pueblos que entonces existían (vv. 9-11), no simples balbuceos ni extrañas jerigonzas fingidas o inducidas— no tenía como finalidad, pese a lo que afirman las opiniones contrarias, sorprender a nadie con un milagro espectacular; su propósito era hacer del cristianismo y de la propia Iglesia, desde sus mismos comienzos, un pensamiento y una entidad de alcance internacional. En el siglo IV a. C. se había dado el primer intento de unir a la humanidad bajo la égida cultural de la Hélade: el concepto de ecumene había calado en los pueblos de la cuenca mediterránea oriental y había llegado hasta la India y el centro de Asia, zonas donde la lengua griega era, cuando menos, comprendida por las poblaciones autóctonas y, desde luego, cultivada con esmero por las clases más altas. Pero la Iglesia no nace para servir a una lengua, una cultura o un pueblo determinados; desde el primer instante de su existencia manifiesta que servirá a todas las naciones y que a cada una de ellas le hablará en su propio idioma. Incluso en momentos posteriores de la historia, cuando la Iglesia consagrará unos idiomas muy concretos como lenguas litúrgicas o linguae sacrae[7], su ministerio a los pueblos se hará siempre en los idiomas vernáculos, de lo cual dan buen testimonio los primeros balbuceos de las literaturas nacionales de Occidente. Si la Iglesia no hubiera manifestado desde un primer momento esta clara amplitud de miras, no hubiera pasado de ser una de tantas sectas judías, como las que ya existían, sin duda en mayor número de las que conocemos. En tales condiciones, habría desaparecido del mapa como desaparecieron las demás a raíz de la guerra con los romanos del año 70 d. C. ¡Quizás no hubiera dejado ni constancia de su existencia o su pensamiento! Se hubiera perdido para siempre en la noche del olvido. En momentos como los que hoy vivimos, especialmente delicados en lo referente a la descontrolada proliferación de “iglesias”, a cual más particular y con horizontes más restringidos, se hace perentorio que la Iglesia de Cristo recuerde que la universalidad es su vocación desde los tiempos más antiguos, desde su mismo principio.

La tercera y última es que la Iglesia está llamada a proclamar un mensaje muy concreto al mundo. Esta característica podría deducirse en pura lógica de las dos anteriores: una Iglesia que tenga claro su origen divino y su llamado universal, tendrá algo que decir, algo que compartir con el mundo en medio del cual se halla. Pero es que el propio texto lo afirma sin lugar a dudas cuando, después de la enumeración de naciones iniciada en el v. 9, concluye en el v. 11 diciendo que les oímos hablar en nuestras lenguas las maravillas de Dios. Prestemos atención a este sintagma las maravillas de Dios, una buena traducción de la expresión griega ta megaleîa tu theû, literalmente “las grandes obras de Dios”, “los grandes hechos de Dios” o, si lo preferimos, “las grandes gestas de Dios”. La traducción de la Biblia al latín realizada por San Jerónimo en el siglo IV vierte esta expresión como magnalia Dei, palabras que se han convertido en un cliché técnico del lenguaje teológico y exegético, y que hoy los buenos autores emplean tal cual para significar todo aquello que Dios ha hecho para la salvación de su pueblo. La Iglesia despunta, desde su origen, como una institución o entidad que, debido a sus características distintivas, está llamada a proclamar la salvación que Dios ha efectuado a favor del ser humano en la persona y la obra de Jesucristo. Nunca nos cansaremos de llamar la atención sobre este punto. Desgraciadamente, los púlpitos cristianos no siempre se han hecho eco de este mensaje, y en el día de hoy no deja de ser alarmante la proporción de exposiciones bíblicas que tienen como centro cualquier cosa excepto el evangelio redentor. Nadie debiera llevarse a engaño en relación con este asunto: la Iglesia no tiene como finalidad el preciosismo bíblico, ni tampoco ofrecer meras conferencias históricas o arqueológicas; y desde luego, no entra en sus deberes el hacer cábalas sobre el futuro ni jugar a las adivinanzas en relación con los acontecimientos políticos del mundo. Otras entidades e instituciones se dedican ya a todo ello, y lo hacen muy bien; no precisan la ayuda de la Iglesia. La proclamación de las maravillas de Dios, de las grandes gestas que Dios ha llevado a cabo para la redención del género humano, tanto de palabra en los servicios religiosos pertinentes, como de hecho en su servicio permanente a la sociedad, es el mensaje que los propósitos divinos han reservado para la Iglesia.

Así despuntó la Iglesia de Cristo hace ahora casi dos mil años. Así está llamada a continuar hasta el fin de los tiempos.

[1] Aunque las tradiciones recopiladas en el Pentateuco sobre las festividades religiosas de Israel (Lv. 23:1-44; Nm. 28:16 – 29:40) atribuyen su institución a Moisés en el monte Sinaí o en el desierto camino de la tierra prometida, y siempre por mandato directo del propio Dios, lo cierto es que, conforme han evidenciado estudios especializados sobre el tema, se trata de celebraciones, no propias de un pueblo de pastores nómadas, sino de una cultura sedentaria directamente dependiente del producto de los campos, como era la cultura cananea. Ello permite deducir que eran fiestas anteriores a la presencia de los hebreos en Palestina, y asimiladas más tarde por ellos, a las que dieron un nuevo significado después de la conquista, un sentido más acorde con su historia nacional y con la Historia de la Salvación.

[2] Como se ha dicho en alguna ocasión, Pentecostés (o Pascua de Pentecostés) constituye uno de los grandes hitos del calendario cristiano universal juntamente con la Pascua de Resurrección y la Navidad.

[3] No decimos “cuáles han de ser” a propósito, porque no se trata de una opción. La Iglesia es lo que indica el texto sagrado, o sencillamente no es.

[4] Preferimos hablar de institución antes que de movimiento, debido a la distorsión que este último concepto ha experimentado en nuestros tiempos debido a su manipulación ideológica, por un lado, y por el otro, porque, según los relatos de Hechos, la Iglesia aparece como una institución bien estructurada prácticamente desde el primer momento, con unos dirigentes y unos oficiales sólidamente establecidos y aceptados por todos, así como con un claro ideario para sus adherentes, un mensaje que proclamar y una evidente capacidad de extensión, llevando por todas partes esa misma estructura y generando otras debido a las necesidades de cada lugar.

[5] Siempre que se acepte la teoría tradicional que hace de San Lucas Evangelista el autor de Hechos.

[6] La iconografía cristiana tradicional ha acostumbrado, desde muy antiguo, a representar a los discípulos en Pentecostés con una especie de llama pequeña sobre la cabeza, así como, más recientemente, al Espíritu Santo bajo la figura de una paloma ígnea. Estas imágenes tienen su valor, sin duda, pero no deben ser forzadas más allá de lo prudente.

[7] El latín, por ejemplo, en la Iglesia occidental, y el eslavo antiguo en las iglesias ortodoxas de ciertas zonas de Europa oriental, entre otros.

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