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El seguimiento de Cristo


Todo lo relativo al seguimiento de Cristo y al discipulado puede ser un motivo de cierta inquietud dentro del mundo cristiano provocándose enormes malentendidos.

Por Daniel Caravaca Domínguez - En general se tiende a aceptar que nuestro modelo de vida es Jesús pero en ocasiones surgen tensiones respecto a cómo debemos enfocar esta temática. En otras situaciones se escuchan muchas preguntas de personas ya muy alejadas del cristianismo y que preguntan si tal o cual cosa está permitida o no para los cristianos.

En múltiples ocasiones la respuesta a la imitación de Cristo ha sido la de resaltar su imposibilidad. Si Jesús es Dios y hombre a la vez, nosotros, simples seres humanos, nunca vamos a ser capaces de llegar a alcanzar su forma de vivir. Por consiguiente lo que nos corresponde sería ir trampeando como sea posible. En otros ambientes surge el compromiso de actuar como Cristo modificando la propia actitud basándose en un conjunto de prohibiciones y obligaciones que transforman el día a día en un código de leyes con la mínima interpretación y sin ninguna adaptación a nuestro mundo particular.

A mi modesto entender los cristianos tienen entre otros dos problemas éticos importantes: el anarquismo moral y el legalismo. El error legalista destroza la vida de cualquier creyente, la pervierte y nos transforma en seres alejados del mensaje del evangelio. El anarquismo moral nos vuelve en desconocidos de Cristo, nos lo hace considerarlo un modelo inalcanzable y nos conformamos con el autoconvencimiento de que ya nos perdonará nuestras faltas debido a la gracia de creer en él. En ocasiones también se opina que tomar en serio el seguimiento de Jesús tiene que ver con el fariseísmo. Pero el discipulado cristiano en sí no posee ninguna relación con el legalismo, ya que éste parte de las consecuencias en lugar de preocuparse por las causas. La permisividad o el todo vale tampoco se asemejan en nada al evangelio y la vida de Jesús porque ser permisivo suele significar poco amor y más desapego que otra cosa.

En este sentido la tendencia suele ser en gran parte la de crear comunidades de fanáticos legalistas o de cristianos permisivos. El difícil equilibrio entre estas dos facetas sin caer en ninguna de ellas debería de ser nuestro objetivo pero ¿cómo alcanzarlo?

Una primera pregunta podría ser la de cuestionarnos si somos cristianos, si creemos en Jesús como el Hijo de Dios que nos trae la salvación. Si pensamos que Cristo viene a traernos un juicio terrible o que Jesús no pasó de simple maestro de moralidad y filosofía todo lo que viene a continuación no tendría demasiado sentido, pero si partimos de esta base podemos seguir hacia adelante.

También podríamos considerar si aparte de creer en Cristo buscamos además ser discípulos suyos. A esta pregunta no se debería de responder que sí de forma alocada o sin reflexión. Cada momento de nuestra vida tiene su circunstancia. Se puede ser cristiano y no estar preparado para llevar una vida de discipulado. Las prisas no son buenas consejeras nunca y menos en estos ámbitos. La misericordia de Dios, que no la permisividad, llega a todos pero aquí estamos hablando de una cuestión de amor hacia Cristo y de nuestra respuesta ante su llamado. Querer ser discípulos es responder afirmativamente ante la invitación que nos ha realizado Jesús a seguirle. Hacerlo o no ya es una cuestión de conciencia.

La primera consideración acerca del discipulado cristiano pasa por la obediencia a Cristo. Esta cuestión en nuestro mundo cultural occidental choca con el individualismo exagerado fruto de la Ilustración del siglo XVIII que en sí no tiene nada de malo pero que acaba desembocando cuando se pierde el norte en un narcisismo egolátrico que no acepta ninguna instancia superior a nosotros mismos. Debemos de asumir que Dios no es como nosotros, no es algo más grande o poderoso que el ser humano, es algo distinto, tan distinto que sobrepasa nuestras categorías del entendimiento. Pero sabemos que Cristo nos pidió que lo siguiéramos y le obedeciéramos, aunque no por temor, por fuerza o como forma de soborno, si no por amor hacia él. La obediencia además no sería a normas, leyes, preceptos o prohibiciones sino a la misma persona de Jesús.

La obediencia sería ante todo la confianza en Cristo, probablemente lo más difícil de hacer en nuestro mundo secularizado. Nos encontramos en una civilización donde se nos bombardea diariamente con la idea de que no existen límites a nuestras capacidades, donde gracias al trabajo y al esfuerzo podemos conseguir cualquier cosa. No hace falta ser cristiano para saber que eso no es verdad. Nuestra capacidad de modificar la realidad es pequeña y limitada. El esfuerzo y el trabajo son necesarios pero tampoco son suficientes. La enfermedad y la muerte, los desastres naturales, la pobreza o las limitaciones de nuestra condición humana resultan más que reales. Ante otras personas adultas nuestra voluntad tiene una fuerza o capacidad para modificar su comportamiento bien nimia. Esto, que cualquiera con algo de sentido común lo descubre con cierta facilidad, se nos falsea una y otra vez hoy sí y mañana también.

Una postura realista y no creyente pasaría por reconocer esas limitaciones y saber perdonar las propias flaquezas, huyendo del voluntarismo atroz y falso que nos rodea. Pero si somos cristianos y queremos ser discípulos de Jesús obedeciéndole libremente debemos de responder aceptando nuestra dependencia respecto a él y al Padre. Cada momento de nuestra vida está trazado y dispuesto por Dios, otra cosa es que lo queramos asumir o no. Tanto lo bueno como lo malo transcurre por la voluntad divina, sin entrar a discutir en este momento en la forma de la participación de Dios en ello. Lo único que debemos de tener claro es que la Trinidad controla nuestra existencia de principio a fin. Para nuestro ego ensoberbecido por décadas de propaganda y hasta de eslóganes publicitarios esto cuesta mucho de asumir puesto que incluso no lo consideramos negativo porque no se achaca a la mala fe ya que prácticamente es una reacción cultural automática.

Solamente la dependencia de Cristo es la que nos puede llevar a las obras del Reino de Dios. Unas de las confusiones más comunes respecto al cristianismo es pensar en hechos aislados y considerarlos como “buenos” o “malos”, sin entrar a valorar ni el contexto ni las condiciones particulares de cada persona. ¿Realizar obras por considerarlas “buenas” se convertirá en una carga más bien o en un seguimiento maduro de Jesús? ¿No es mucho mejor una conversión de nuestro corazón de forma más profunda y posteriormente asumir que la obediencia serena de Cristo nos lleva a seguir su voluntad?

Pero lo más importante probablemente sea no desesperar, no ya en algún momento aislado, sino de forma permanente o muy seguida. Nuestra vida resulta compleja y en algunos casos puede llegar ser tormentosa. Si confiamos en nosotros, si caemos en la obsesión de querer hacer sin parar obras “buenas”, lo más normal es que caigamos de fracaso en fracaso puesto que llevarlo a cabo supone un esfuerzo humanamente inalcanzable. Sin caer en polémicas estériles sobre debates teológicos acerca de la justificación ya bastante superados, lo cierto es que unirnos al Padre es el objetivo de los cristianos y nuestra unión requiere una confianza amorosa en quien nos conoce y nos ama tal como somos.

Confiemos en Cristo, sigámosle en cada momento de nuestra vida participando en él mismo, aceptando su misericordia. ¿Qué bienaventuranza puede ser más digna que sentirnos discípulos suyos?

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