“Erase una vez un pequeño continente…”
“Los ataques de los sectores islámicos más radicales, parecerían justificar a ojos de muchos de nuestros conciudadanos esa monstruosa política de puertas cerradas…”
Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga - Con estas palabras podríamos dar comienzo a un cuento para niños, o mejor aún, para todo tipo de públicos. Los expertos en literatura, tengámoslo en consideración, indican que el cuento no tuvo en su origen la finalidad de entretener, ni mucho menos hacer dormir (¡aberración de aberraciones!) a los más pequeños, sino de mantener vivo el interés de unos auditorios compuestos por adultos, niños y jóvenes, a fin de instruirlos e inculcares valores permanentes[1].
Nuestro cuento, por lo tanto, vendría a narrar una historia de la cual se habría de extraer una clara enseñanza práctica, que suscitara en todos la reflexión e impulsara a una acción coherente con lo aprendido.
Y es que, si lo miramos bien, la historia de este pequeño continente en el que vivimos y al que llamamos Europa[2], tiene mucho de cuento popular, hasta de narración épica con ribetes fantásticos: basta con hojear cualquier manual que la refiera y nos muestre las gestas, a veces increíbles, de figuras tan destacadas como Alejandro Magno, Julio César, Cristóbal Colón, Napoleón, los misioneros cristianos, los defensores de las libertades frente a regímenes totalitarios, los revolucionarios franceses... Si quisiéramos resumirla en unas pocas palabras, diríamos que Europa ha sido la suma del esfuerzo de muchos grupos humanos distintos, y de muy diferentes procedencias, cohesionados por unas bases culturales comunes.
Aunque habitado por seres humanos autóctonos desde hace un millón de años aproximadamente[3], el continente europeo vería, ya en los últimos momentos de la Prehistoria, oleadas masivas de nuevos grupos étnicos procedentes de otras latitudes que se instalarían en sus tierras, los más importantes de los cuales serían los diferentes pueblos que la lingüística posterior designaría como indoeuropeos. El mito griego de Europa, joven hija de Agénor, rey de Tiro, que dio su nombre al continente, narra cómo fue raptada por el dios Zeus y arrancada de su tierra asiática para ser llevada a Grecia; es, por lo tanto, Europa una figura foránea, extranjera desde el primer momento[4]. Otros mitos helénicos, como los que narran el regreso de los heraclidas a tierras griegas, vienen a expresar con su lenguaje particular y sus tonos especiales la realidad de una población de origen extraño superpuesta a los habitantes autóctonos. Y dejando los mitos a un lado, las tierras europeas han visto a lo largo de los siglos y los milenios el paso de diferentes naciones, algunas que permanecieron poco tiempo, otras que se instalaron definitivamente, hasta dar a este pequeño continente todo su colorido, su riqueza étnica y lingüística actual, tal como hoy la contemplamos.
Pero Europa ha sido algo más. Es algo más, de hecho. Supone, por encima de todo, una cultura que, desde muy pronto, despuntó, a diferencia de otras, con claras ambiciones universales. La antigua Hélade de las polis independientes primitivas, que luego lucharon unidas contra el enemigo común oriental, gestó de manos de sus pensadores y estadistas el gran ideal que en su lengua se llama oikumene: la unión de todo el género humano bajo un referente único. Roma recogió esa idea y la plasmó en su realización de un imperio unificado por un cuerpo jurídico común. Pero, finalmente, quien cohesionó todos esos referentes y les dio su forma definitiva fue el cristianismo, nacido en una Palestina fuertemente helenizada y dominada política y militarmente por Roma, si bien rápidamente halló en las tierras mediterráneas, especialmente las europeas, su terreno mejor abonado. De esta manera, pensamiento griego, derecho romano y cristianismo han sido, y son, dígase lo que se quiera, los tres pilares sobre los que se asienta el gran ideal de vida y cultura europeos, un ideal que, pese a todas las ocasiones en que, a lo largo de la historia, ha sido traicionado por las propias naciones europeas[5], ha echado raíces incluso en otros continentes, otros territorios en los que los pueblos de Europa occidental establecieron buena parte de su excedente de población.
Europa es, por tanto, un continente capaz de exportar su propia cultura y darle rango mundial, al mismo tiempo que una tierra de acogida, acostumbrada como está, desde hace uno cuantos siglos, a bascular entre la realidad de unas poblaciones autóctonas empobrecidas que han de dirigirse a otras partes del mundo para encontrar medios de subsistencia, y la de gentes procedentes de sus hasta hace muy poco territorios coloniales, que buscan establecerse en sus antiguas metrópolis u otros países similares. Y no puede concebirse de otra manera: una cultura de vocación universal impregnada de valores cristianos ha de ser, lo quiera o no, un mundo abierto, que dé la bienvenida a quienes deseen o necesiten llegar a él, establecerse en él, buscar cobijo en él.
Hasta aquí, estupendo. Fabuloso, se podría decir. Como aquellos antiguos mitos helenos o las innumerables leyendas nacionales de cada país, de cada región de nuestro continente, llenas de nombres heroicos e historias ejemplares. Pero todo ello se hace añicos cuando en el día de hoy dirigimos la mirada a las fronteras orientales de la Unión Europea, en países como Grecia o Macedonia, y vemos a tantos refugiados del Medio Oriente llamando a nuestras puertas, y a quienes se les cierran de golpe, con agresividad, con unas manifestaciones de inhumanidad que generan dolor de conciencia y provocan, como es lógico, protestas en todas partes.
Las especiales circunstancias que está viviendo el mundo occidental, y muy particularmente Europa, en relación con las amenazas y los ataques de los sectores islámicos más radicales, parecerían justificar a ojos de muchos de nuestros conciudadanos esa monstruosa política de puertas cerradas: entre los refugiados sirios puede haber terroristas islámicos infiltrados, se ha oído afirmar a algún que otro medio oficial. Pudiera ser, sin duda, pero si alguien se ha especializado en la lucha contra el terrorismo y en la detección de terroristas, es precisamente Europa, mucho más que otros continentes[6]. En cualquier caso, la realidad que nos ofrecen las imágenes de las fronteras orientales europeas, es más bien la de familias enteras que huyen de una situación de terror y que buscan una vida mejor allí donde creen, o saben, que existe. Para ser devueltos a su país de origen, o para ser entregados a otro país no europeo que, en realidad, los deporte a sus hogares, por no decir que los vuelva a poner en manos de sus verdugos, no necesitaban hacer tantos esfuerzos.
Realmente, nos impresiona la absoluta insensibilidad de ciertas esferas dirigentes de la Unión Europea y de quienes les dan en este asunto su apoyo incondicional. ¿Dónde queda aquella Europa abierta, de nobles ideales y cuna de la civilización occidental? ¿Dónde está hoy aquella Europa esencialmente cristiana de vocación universal?
Mientras redactamos estas líneas, recordamos las declaraciones emitidas desde hace ya un tiempo por ciertos dirigentes religiosos europeos, entre ellos Justin Welby, actual arzobispo de Canterbury, o más recientemente el mediático papa Francisco[7], denunciando claramente la intolerable carnicería siria, por un lado, y la injusticia de la situación que se vive en las lindes de Europa oriental, por el otro. Tanto ellos como otros menos conocidos no han dejado de apelar a la sensibilidad y a la solidaridad de la ciudadanía. No se trata solo de acoger a refugiados sirios de profesión de fe cristiana, como declaró en su momento algún país de Europa del este, sino de abrir las puertas a seres humanos, sean de la confesión o de la religión que fueren, que huyen de una masacre injustificable y que, por encima de todo, desean dar a sus hijos un futuro mejor. No es cuestión de buenos sentimientos entre cristianos únicamente, sino entre seres humanos, siguiendo el modelo supremo de Jesús. La redención operada por Cristo a favor de la especie humana, creyentes o incrédulos, judíos o gentiles, implica la redignificación de cada persona, el reconocimiento tácito y expreso de que cada individuo de nuestra especie viene a este mundo marcado con el sello de la imagen divina, por lo que su vida es sagrada y acreedora del máximo respeto.
Estamos íntimamente convencidos de que en una Europa que parece dar la espalda a sus orígenes, a sus raíces culturales, a sus prístinos ideales y a su propia esencia, en una palabra, y que llega a tolerar, por no decir provocar, una situación como la que hoy viven las familias de refugiados, la Iglesia tiene algo que decir. La Iglesia universal de Cristo, naturalmente, no una sola denominación aislada, y desde luego, no una secta escapista de cómodos subterfugios mentales. Frente a una corriente laicista mal entendida que pretende desacralizar por completo la cultura de nuestro continente, compete a la Iglesia erigirse en portavoz de esa conciencia general de raigambre cristiana que exige respeto a la dignidad humana, y denunciar sin paliativos a quienes parecen no querer comprender una realidad tal. Que se alcen voces en distintos medios apelando a la conciencia colectiva de Europa frente al drama de los refugiados, lo mismo que condenando de manera radical atentados y crímenes, es una manifestación patente de que no se han extinguido los ideales sobre los que se ha construido esta pequeña parte del mundo, desde luego; pero la voz y el compromiso de la Iglesia a favor de esas poblaciones injustamente maltratadas han de llevar la pátina especial del carisma profético, vale decir, la Iglesia ha de exigir y denunciar en nombre del propio Dios. Finalmente, es el Dios revelado en Cristo y Creador de la vida humana quien exige respeto para todos los individuos que componen nuestra especie. Es el Dios revelado en Cristo y Redentor de los hombres quien denuncia la injusticia, y ha de ser escuchado. La Iglesia es su heraldo.
“Erase una vez un pequeño continente”, decíamos al empezar. Así podría iniciarse nuestro cuento. El problema es cómo continuarlo a la luz de las realidades que estamos viviendo estos días: “¿Erase una vez un pequeño continente que había sido pobre, muy pobre, y que luego se convirtió en rico?” “¿Erase una vez un pequeño continente que se hizo muy rico, muy rico, y se olvidó de cuando habría sido pobre, por lo que cerraba sus puertas a los pobres?” O quizás peor aún: “¿Erase una vez un pequeño continente que olvidó por completo los principios básicos sobre los que había sido edificado, y por eso se vino abajo?”
Sinceramente, ojalá aparezca un buen escritor que lo pueda redactar de otra manera, alguien que nos transmita una lección de solidaridad y de esperanza.
[1] Recuérdese el gran clásico de clásicos del género, Propp, V. Las raíces históricas del cuento. Madrid: Editorial Fundamentos. Séptima edición, 2008.
[2] Es, efectivamente, el segundo más pequeño en extensión geográfica.
[3] Las mediciones realizadas antes del descubrimiento del Homo Antecessor de Atapuerca (Burgos), solían hacer despuntar la presencia humana en el continente europeo hacía unos 600.000 u 800.000 años.
[4] Graves, R. Los mitos griegos. Vol I. Madrid: Alianza Editorial, décima edición 1995, pp. 239ss.
[5] Piénsese, sin ir más lejos, en las guerras mundiales, civiles y coloniales, por no mencionar el hecho de que lacras como la esclavitud o la postergación de la mujer se han mantenido vivas en las sociedades europeas hasta tiempos relativamente muy recientes.
[6] Aunque no en la misma medida todos y cada uno de sus estados componentes, claro está.
[7] Aunque Jorge E. Bergoglio sea argentino, el papado es una institución esencialmente europea.