Declaración de Doctrina
Declaración de Doctrina
QUE DEBEN SUSCRIBIR TODOS LOS MINISTROSDE LA IGLESIA ESPAÑOLA REFORMADA EPISCOPAL
ADOPTADA EN EL SÍNODO DEL AÑO 1883
Esta "Declaración de Doctrina" es esencialmente idéntica a la de los 39 artículos de la Iglesia de Inglaterra, con las siguientes excepciones:
- En el artículo 6, no se hizo mención de los libros apócrifos.
- Los artículos 16 y 17 se reúnen, no hay artículo 17.
- Artículo 35 ("De las Homilías ') se omite, y siguientes renumerado.
- Artículo 36 y 37 ('De la Consagración de los Obispos y Ministros ", y" De los Magistrados Civiles ") se han refundido en vista de la situación particular de esta Iglesia (y aparecer como el artículo 35 y 36).
I. — De la fe en la Trinidad Sacrosanta.
Hay un solo Dios vivo y verdadero, eterno, incorpóreo, Indivisible, impasible, de inmenso poder, sabiduría y bondad; creador y conservador de todas las cosas así visibles como invisibles. Y en la Unidad de esta Naturaleza Divina hay Tres Personas de una misma esencia, poder y eternidad: el Padre, y el Hijo, y el Espíritu santo.
II. — Del Verbo de Dios que se hizo verdadero Hombre.
El Hijo, que es el Verbo del Padre, engendrado del Padre desde la eternidad, verdadero y eterno Dios, y consubstancial al Padre, asumió la naturaleza humana en el seno de la bienaventurada Virgen, de su substancia: de modo que las dos naturalezas, divina y humana, entera y perfectamente fueron unidas, para no ser jamás separadas, en una Persona; de lo cual resultó un solo Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre; que verdaderamente padeció, fue crucificado, muerto y sepultado, para reconciliarnos con su Padre, y para ser víctima no sólo por la culpa original, sino también por todos los pecados actuales de los! hombres.
III. — Del Descendimiento de Cristo a los Infiernos.
Como Cristo murió por nosotros, y fue sepultado, así debemos también creer que descendió a los infiernos.
IV. — De la Resurrección de Cristo.
Cristo resucitó verdaderamente de entre los muertos, y tomó de nuevo su cuerpo, con carne, huesos, y todo lo que pertenece a la integridad de la naturaleza humana; con la cual subió al cielo, y allí reside, hasta que vuelva para juzgar a todos los hombres en el día postrero.
V. — Espíritu Santo.
El Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, es de una misma esencia, majestad y gloria, con el Padre y con el Hijo, verdadero y eterno Dios.
VI. — De la suficiencia de las Sagradas Escrituras en lo que atañe a la Salvación.
La Sagrada Escritura contiene todas las cosas que son necesarias para la salvación; de modo que nada de lo que en ella no se lee, ni por ella se puede probar, debe exigírsele a hombre alguno que lo crea como artículo de fe, o que lo considere como requisito necesario para la salvación.
Bajo el nombre de Sagrada Escritura entendemos aquellos libros canónicos del Antiguo y Nuevo Testamento, de cuya autoridad nunca hubo duda alguna en la Iglesia.
Los libros canónicos del Antiguo Testamento son los siguientes:
Génesis. Éxodo. Levítico. Números. Deuteronomio. Josué. Jueces. Ruth. lª de Samuel. 2ª de Samuel.
1ª de los Reyes. 2ª de los Reyes. lª de las Crónicas.
2ª de las Crónicas. Esdras. Nehemías. Esther. Job. Salmos. Proverbios.
Eclesiastés. Cantar de Cantares. Isaías. Jeremías. Lamentaciones. Ezequiel.
Daniel. Oséas. Joel.
Amós.
Abdías. Jonás. Miquéas. Nahúm. Habacúc. Sofonías. Aggéo. Zacarías. Malaquías.
Del Nuevo Testamento recibimos y tenemos por canónicos todos los libros, según se reciben comúnmente.
VII. — Del Antiguo Testamento.
El Antiguo Testamento no es contrario al Nuevo, puesto que en tanto en el Antiguo como en el Nuevo, se ofrece la vida eterna al género humano por Cristo, que es el único Medianero entre Dios y los hombres, siendo Dios y Hombre. Por lo cual opinan malamente los que imaginan que los antiguos tenían puesta su esperanza sólo en promesas temporales.
Aunque la Ley dacia de Dios por Moisés, en lo tocante a ceremonias y ritos, no obligue a los Cristianos, ni sus preceptos civiles hayan de recibirse necesariamente en ningún Estado, con todo, no hay Cristiano alguno que se halle exento de la obediencia a los mandamientos que se llaman Morales.
VIII. — De los tres Símbolos.
Los tres Símbolos o Credos, a saber, el "Constantinopolitano", el "Apostólico" y la definición de la fe católica contenida en el "Atanasiano", deben ser del todo recibidos y creídos; por cuanto pueden probarse con testimonies firmísimos de las Escrituras.
IX. — Del Pecado Original.
El pecado de origen no consiste, como pretendían los Pelagianos, en la imitación de Adam, sino que es el vicio y depravación de la naturaleza de todo hombre engendrado naturalmente de la estirpe de Adam; lo cual sea causa de que diste muchísimo de la justicia original, propenda al mal de su misma naturaleza, y, por tanto, en cada uno de los nacidos merece esto la ira de Dios y la condenación.
Esta depravación de la naturaleza permanece todavía en los que son regenerados; por lo cual, la concupiscencia de la carne (llamada en griego "phronema sarkos", que unos interpretan sabiduría, otros sensualidad, otros inclinación, y otros deseo de la carne) no se sujeta a la ley de Dios; y aunque para los regenerados y creyentes no hay condenación alguna por causa de Cristo, con todo, confiesa el Apóstol, que la concupiscencia tiene en si misma naturaleza de pecado.
X. — Del Libre Albedrío.
La condición del hombre después de la caída de Adam es tal, que por sus fuerzas naturales y buenas obras no puede volverse ni prepararse a la fe e invocación de Dios. Por lo tanto, sin la gracia de Dios por Cristo, que nos prevenga para que queramos, y coopere mientras queremos, no tenemos poder alguno para hacer obras de piedad que sean agradables y aceptas a Dios.
XI. — De la Justificación del hombre.
Somos reputados justos delante de Dios, solamente por el mérito de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, por medio de la fe, y no por nuestras obras y merecimientos. Por lo tanto, que nosotros somos justificados por medio de la fe solamente, es una doctrina muy saludable y muy llena de consuelo.
XII. — De las Obras buenas.
Las obras buenas, que son los frutos de la fe, y siguen a la justificación, aunque no pueden expiar nuestros pecados, ni soportar la severidad del juicio divino, son, sin embargo, agradables y aceptas a Dios en Cristo; y nacen necesariamente de una fe viva y verdadera, de tal modo que claramente por ellas puede conocerse la fe viva, como puede juzgarse del árbol por el fruto.
XIII. — De las Obras antes de la Justificación.
Las obras hechas antes de la Gracia de Cristo y de la inspiración de su Espíritu, no son agradables a Dios, por cuanto no proceden de la fe en Jesucristo; ni merecen la gracia, como llaman muchos, "de cóngruo": antes bien, no siendo hechas como Dios quiso y mandó que se hicieran, no dudamos que tienen naturaleza de pecado.
XIV.— De las obras de Supererogación.
Las obras llamadas de "supererogación", no pueden enseñarse sin arrogancia e impiedad, pues por ellas declaran los hombres que no sólo rinden a Dios todo aquello a que están obligados, sino que hacen por amor suyo más de lo que tienen obligación de hacer; mientras Cristo dice claramente: Cuando hubiereis hecho todas las cosas que os están mandadas, decid: Siervos inútiles somos.
XV. — De que nadie es sin pecado, excepto Cristo.
Cristo, en la verdad de nuestra naturaleza, fue hecho semejante a nosotros en todas las cosas, excepto en el pecado, del cual fue completamente exento, así en la carne como en el espíritu. Vino como Cordero sin mancilla, para quitar los pecados del mundo por el sacrificio de Sí mismo hecho una vez; y no hubo en él pecado, como dice el apóstol Juan. Empero nosotros los demás hombres, aunque bautizados y regenerados en Cristo, ofendemos, sin embargo, todos en muchas cosas; y si dijéremos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y no hay verdad en nosotros.
XVI. — Del Pecado después del Bautismo.
No todo pecado grave voluntariamente cometido después del Bautismo, es pecado contra el Espíritu Santo e irremisible. Por tanto, para los caídos en pecado después del Bautismo no debe negarse que hay lugar al arrepentimiento. Después de haber recibido el Espíritu Santo, podemos apartarnos de la gracia que nos es dada y pecar, y de nuevo poner la gracia de Dios levantarnos y enmendarnos. De consiguiente, debe condenarse a los que afirman que no pueden pecar ya mientras vivan, o niegan que haya lugar al perdón para los que de verdad se arrepientan.
La predestinación a la vida es el eterno propósito de Dios, por el cual, antes de que fuesen echados los cimientos del mundo, decretó por su invariable consejo a nosotros oculto, librar de maldición y condenación a los que eligió en Cristo de entre el género humano, y conducirlos por Cristo a la salvación eterna como vasos hechos para honor. Por lo cual, los que son agraciados con un tan excelente beneficio de Dios por su Espíritu que obra en tiempo oportuno, según el propósito divino son llamados; por la gracia obedecen a la vocación; son justificados gratuitamente; son adoptados por hijos; acta hechos conformes a la imagen del unigénito Hijo Jesucristo; caminan santamente en buenas obras; y por último, llegan por la misericordia de Dios a la sempiterna felicidad.
Así como la consideración piadosa de la predestinación y do nuestra elección en Cristo está llena de un dulce, suave e inefable consuelo para los verdaderamente piadosos y que sienten en sí la operación del Espíritu de Cristo, que va mortificando las obras de la carne y los miembros terrenos, y levantando el ánimo a las cosas celestiales, ya porque establece grandemente y confirma nuestra fe acerca de la salvación eterna que ha de ser conseguida pon medio de Cristo, ya porque enciende fervientemente nuestro amor hacia Dios, así también, para las personas curiosas, carnales y destituidas del Espíritu de Cristo, el tener continuamente delante de los ojos la sentencia de predestinación divina, es un precipicio muy peligroso, por el cual las arrastra el diablo, o a la desesperación, o al abandono igualmente pernicioso de una vida impurísima.
Debemos, pues, recibir las promesas de Dios, del modo que nos son generalmente propuestas en las Sagradas Letras; y en nuestras acciones, seguir aquella voluntad divina, que tenemos expresamente revelada en la Palabra de Dios.
XVIII. — De que la Salvación eterna sólo puede esperarse en el Nombre de Cristo.
Deben ser anatematizados loa que osan, decir, que cada uno so salvará en la ley o secta que profesa, con tal que viva cuidadosamente conforme a ella y a la luz de la naturaleza; puesto que las Sagradas Letras sólo predican el Nombre de Jesucristo, en el cual puedan ser salvos los hombres.
XIX. — De la Iglesia.
La Iglesia visible de Cristo es la Sociedad de los fieles, en la cual se predica la Palabra de Dios pura y se administran los Sacramentos rectamente en cuanto a las cosas que de necesidad se requieren, según la institución de Cristo.
Así como erró la Iglesia de Jerusalem, de Alejandría y de Antioquía, así ha errado igualmente la Iglesia de Roma, no sólo en cuanto a la moral y a los ritos ceremoniales, sino también en materias de fe.
XX. — De la Autoridad de la Iglesia.
La Iglesia tiene derecho para establecer ritos, y autoridad en las controversias de fe; aunque no le es lícito instituir cosa alguna que se oponga a la Palabra de Dios escrita, ni puede exponer un pasaje de la Escritura de modo que contradiga a otro. Por lo cual, aunque la Iglesia es testigo y custodio de los Libros divinos, sin embargo, como no debe decretar nada que se oponga a ellos, así tampoco debe imponer, fuera de ellos, cosa alguna que haya de creerse como necesaria para la salvación.
XXI. — De los Concilios generales.
Los Concilios generales, por cuanto se componen de hombres, de los cuales no todos se rigen por el Espíritu y la Palabra de Dios, no sólo pueden errar, sino que han errado algunas veces, aun en aquellas cosas que conciernen a la norma de la piedad. Por lo cual, lo que ellos ordenan como necesario para la salvación, ni tiene valor ni autoridad, si no puede probarse que está tomado de las Sagradas Letras.
XXII. — Del Purgatorio.
La doctrina de la Iglesia de Roma, concerniente al purgatorio, indulgencias, veneración y adoración, así de imágenes como de reliquias, e invocación de los santos, es una cosa fútil, vanamente inventada, y que no se funda en ningún testimonio de las Escrituras, antes bien, contradice a la Palabra de Dios.
XXIII. — De la Vocación de los Ministros.
No es lícito a hombre alguno asumir el cargo de predicar públicamente o de administrar los Sacramentos en la Iglesia, sin ser antes legítimamente llamado y enviado a ejecutarlo. Y sólo debemos juzgar por legítimamente llamados y enviados, a aquellos que fueron escogidos y apartados para esta obra por las personas a quienes está concedida públicamente en la Iglesia la autoridad de llamar y enviar Ministros a la viña del Señor.
XXIV. — De recitar las Preces públicas en lengua vulgar.
Recitar la Preces públicas en la Iglesia, o administrar los Sacramentos, en lengua que el pueblo no entiende, repugna claramente a la Palabra de Dios y a la costumbre de la Iglesia primitiva.
XXV. — De los Sacramentos.
Los Sacramentos instituidos por Cristo no son sólo señales de la profesión de los Cristianos, sino más bien unos testimonios ciertos y signos eficaces de la gracia y buena voluntad de Dios hacia nosotros, por los cuales obra él en nosotros de un modo invisible, y no sólo aviva, sino que también confirma nuestra fe en él.
Dos son los Sacramentos instituí dos por Cristo Señor nu estro en el Evangelio, a saber: el Bautismo y la Cena del Señor
Los otros cinco, llamados vulgarmente Sacramentos, es decir, la Confirmación, Penitencia, Extremaunción, Orden y Matrimonio, no deben considerarse como Sacramentos del Evangelio, pues que en parte emanaron de una viciosa imitación de los Apóstoles, y en parte son estados de vida aprobados ciertamente en las Escrituras, pero sin tener la misma naturaleza de Sacramentos que el Bautismo y la Cena del Señor, puesto que carecen de signo alguno visible o ceremonia Instituida por Dios.
Los Sacramentos no han sido instituidos por Cristo con el objeto de ser contemplados o llevados de un jugar para otro, sino para que usemos de ellos debidamente. Y sólo en aquellos que dignamente los reciben, producen el efecto saludable; mas los que los reciben indignamente, adquieren para sí mismos, como dice San Pablo, condenación.
XXVI.— De que la maldad de los Ministros no impide el efecto de lis Ordenanzas divinas.
Aunque en la Iglesia visible los malos estén siempre mezclados con les buenos, y alguna vez presida a en el ministerio de la Palabra y en la administración de los Sacramentos, sin embargo, como no ejercen en su propio nombre sino en el de Cristo y por su mandato y autoridad ministran, es licito valernos de au ministerio, tanto en la audición de la Palabra de Dios como en la recepción de los Sacramentos. Ni se frustra por la maldad de los tales el efecto de las instituciones de Cristo, ni la gracia de los dones divinos se disminuye, para los que con fe y rectamente reciben les ordenanzas que se les ofrecen; las cuales son eficaces por la Institución de Cristo y su promesa, aunque sean administradas por hombres malos Pertenece, sin embargo, a la disciplina de la Iglesia el que se inquiera sobre los malos Ministros, y sean acusados por los que tengan conocimiento de sus crímenes, y finalmente, hallados reos perjuicio, sean depuestos.
XXVII.— Del Bautismo.
El Bautismo es no sólo un signo de profesión y nota de distinción con que los Cristianos se diferencian de los no cristianos, sino que es también signo de la regeneración; por el cual, como por un instrumento, los que reciben el Bautismo rectamente son ingeridos en la Iglesia, las promesas de remisión de pecados y de nuestra adopción en hijos de Dios Por el Espíritu Santo, son visiblemente signadas y selladas, la fe es confirmada, y la gracia, por virtud da la invocación divina, aumentada.
El Bautismo de los párvulos, como muy conforme con la institución de Cristo, debe absolutamente retenerse en la Iglesia.
XXVIII. — De la Cena del Señor.
La Cena del Señor no es sólo un signo del amor mutuo entre los Cristianos, sino más bien un Sacramento de nuestra redención por la muerte de Cristo.
La "transubstanciación" del pan y del vino en la Eucaristía no puede probarse por las Sagradas Letras; antes bien, repugna a las palabras terminantes de la Escritura, trastorna la naturaleza de Sacramento, y ha dado ocasión a muchas supersticiones.
El Cuerpo de Cristo se da, se toma y se come en la Cena de un modo celestial y espiritual solamente; y el medio por el cual el Cuerpo de Cristo se recibe y come en la Cena, es la fe.
El Sacramento de la Eucaristía no se reservaba ni se llevaba de un lugar para otro, ni se elevaba, ni se adoraba, en virtud de institución alguna de Cristo.
XXIX.—De que los impíos no comen el Cuerpo
de Cristo en la Cena del Señor.
Los impíos y los que se hallan destituidos de fe viva, aunque compriman carnal y visiblemente con sus dientes (como dice San Agustín) el Sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo, con todo no son en manera alguna participantes de Cristo; antes bien, para condenación suya comen y beben el Sacramento o símbolo de una cosa tan grande.
XXX.— De las dos Especies.
El cáliz del Señor no debe negarse a los laicos, pues que ambas partes del Sacramento del Señor, por institución y mandato de Cristo, deben administrarse igualmente a todos los cristianos.
XXXI. — De la única Oblación de Cristo consumada en la cruz.
La Oblación de Cristo hecha una vez, es la perfecta redención, propiciación y satisfacción por todos los pecados, así original como actuales, del mundo entero; y ninguna otra expiación hay por los pecados, sino ésta solamente.
Por tanto, los sacrificios de las "Misas", en los cuales se dice que el sacerdote ofrece a Cristo por los vivos y por los difuntos para remisión de la pena o culpa, son ficciones vanas y perniciosas imposturas.
XXXII.— Del Matrimonio de los Eclesiásticos.
Ningún precepto divino manda a los Obispos, Presbíteros y Diáconos que profesen por voto el celibato o que se abstengan del matrimonio; por tanto, les es licito, como a todos los demás Cristianos, contraer matrimonio según su discreción, si juzgaren que así les conviene para la piedad.
XXXIII. — De que ha de evitarse a los Excomulgados.
El que por denunciación pública de la Iglesia fuere rectamente separado de la unidad de la misma y excomulgado, debe ser tenido por toda la multitud de los fieles como un gentil y publicano, hasta que por medio de la penitencia sea públicamente reconciliado, por decisión de juez competente.
XXXIV. — De las Tradiciones eclesiásticas.
Las tradiciones y ceremonias, no es indispensable que sean en todo lugar las mismas o totalmente parecidas, pues no sólo fueron siempre diversas, sino que pueden mudarse conforme a la diversidad de países, tiempos y costumbres, con tal que nada se establezca en oposición a la Palabra de Dios.
Los que por su opinión particular, a sabiendas y de propósito, quebrantan abiertamente las tradiciones y ceremonias de la Iglesia que no son contrarias a la Palabra de Dios, se hacen dignos de reprensión, por cuanto perturban el orden común de la Iglesia y ofenden las conciencias de los hermanos débiles.
Toda Iglesia particular o nacional tiene potestad para instituir, cambiar o abrogar las ceremonias o ritos eclesiásticos, instituidos únicamente por autoridad humana, con tal que todo se haga para edificación.
XXXV.— De la Ordenación de los Ministros.
Los Oficios para la Ordenación de Diáconos y Presbíteros y Consagración de Obispos (según fueron aprobados en el Sínodo celebrado el año 1881, y confirmados por el que se celebró en 1883), contienen todos los requisitos esenciales a las referidas Ordenación y Consagración, y no encierran cosa alguna que sea en sí supersticiosa o Impía. De consiguiente, cualquiera que sea ordenado o consagrado según las dichas Fórmulas, declaramos que está válida, regular y legalmente ordenado o consagrado.
XXXVI.— De la Autoridad civil.
La Autoridad civil tiene poder sobre todos los hombres, clérigos y laicos, en todas las cosas temporales; mas no tiene potestad alguna en las cosas puramente espirituales. Y nosotros creemos que es un deber en todos los que profesan el Evangelio, el obedecer con respeta a la Autoridad civil regular y legalmente constituida.
XXXVII.— De que los Bienes de los Cristianos no son comunes.
Las riquezas y bienes de los Cristianos no son comunes en cuanto al derecho de propiedad y título de posesión, como falsamente afirmaban algunos Anabaptistas. Pero todos deben dar a los pobres liberalmente limosna, según sus facultades, de lo que poseen.
XXXVIII. — Del Juramento.
Confesamos que está prohibido a los Cristianos por nuestro Señor Jesucristo y por su apóstol Santiago, el juramento vano y temerario; pero juzgamos que la religión Cristiana de ningún modo prohíbe que uno jure, cuando lo exige el Magistrado en causa de fe y caridad, y con tal que esto se haga, según la doctrina del Profeta, en justicia, en juicio y en verdad.
APENDICE AL ARTÍCULO VIII - Símbolo de Atanasio.
1. Todo el que quiera ser salvo, necesita ante todas cosas profesar la fe católica.
2. Y el que no la guardare íntegra y pura, perecerá sin duda eternamente.
3. Es, pues, la fe católica: que veneremos un Dios en Trinidad, y una Trinidad en la Unidad.
4. No confundiendo las personas ni dividiendo la esencia.
5. Porque una es la persona del Padre, otra la persona del Hijo, otra la del Espíritu Santo.
6. Mas del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo una es la divinidad, igual la gloria, coeterna la majestad.
7. Cual es el Padre, tal el Hijo, tal el Espíritu Santa.
8. Increado es el Padre, increado el Hijo, Increado el Espíritu Santo.
9. Inmenso el Padre, Inmenso el Hijo, Inmenso el Espíritu Santo.
10. Eterno el Padre, eterno el Hijo, eterno el Espíritu Santo.
11. Y sin embargo, no son tres eternos, sino un solo eterno.
12. Como no son tres Increados, ni tres inmensos, sino un solo increado y un solo inmenso.
13. Del mismo modo, omnipotente es el Padre, omnipotente el Hijo, omnipotente el Espíritu Santo.
14. Y sin embargo, no son tres omnipotentes, sino un solo omnipotente.
15. De la misma manera, Dios es el Padre, Dios es el Hijo, Dios es el Espíritu Santo.
16. Y sin embargo, no son tres Dioses, sino un solo Dios.
17. Así también, Señor es el Padre, Señor el Hijo, Señor el Espíritu Santo.
18. Y sin embargo, no son tres Señores, sino un solo Señor.
19. Porque así como la verdad cristiana nos obliga a confesar, que cada una de las personas separadamente es Dios y Señor, así la religión católica nos prohíbe decir que son tres Dioses o Señores.
20. El Padre por nadie es hecho, ni creado, ni engendrado.
21. El Hijo es de solo el Padre, no hecho, ni creado, sino engendrado
22. El Espíritu Santo es del Padre y del Hijo, no hecho, ni creado, ni engendrado, sino procedente.
23. Un Padre, pues, no tres Padres; un Hijo, no tres Hijos; un Espíritu Santo, no tres Espíritus Santos.
24. Y en esta Trinidad nada hay primero o postrero, nacía mayor o menor; sino que todas tres personas son eternas juntamente e iguales.
25. De manera que en todo (como queda dicho) se ha de venerar la Unidad en la Trinidad, y la Trinidad en la Unidad.
26. El que quiera, pues, ser salvo, sienta así de la Trinidad.
27. Mas es necesario para la salud eterna, que crea también fielmente la Encarnación de nuestro Señor Jesucristo.
28. Es, pues, la fe verdadera, que creamos y confesemos que nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, es Dios y Hombre.
29. Es Dios de la substancia del Padre, engendrado antes de los siglos; y es Hombre de la substancia de la madre, nacido en el tiempo.
30. Perfecto Dios, Hombre perfecto, subsistente de alma racional y de carne humana.
31. Igual al Padre según la divinidad; menor que el Padre según la, humanidad.
32. El cual, aunque sea Dios y Hombre, sin embargo, no es dos, sino un solo Cristo.
33. Uno empero, no por conversión de la divinidad en carne, sino por asunción de la humanidad en Dios.
34. Uno absolutamente, no por confusión de substancia, sino por unidad de persona.
35. Pues como el alma racional y la carne es un solo hombre, así Dios y Hombre es un solo Cristo.
36. El cual padeció por nuestra salud, descendió a los Infiernos, resucitó al tercero día de entre los muertos.
37. Subió a los cielos, está sentado a la diestra de Dios Padre omnipotente; de donde ha de venir a Juzgar a los vivos y a los muertos.
38. A cuya venida todos los hombres tienen que resucitar con sus cuerpos, y han de dar cuenta de sus propias obras.
39. Y los que hubieren obrado bien, irán a la vida eterna; y los que mal, al fuego eterno.
40. Esta es la fe católica; y quien no la creyere fiel y firmemente, no podrá ser salvo.