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Declaración de Doctrina

Declaración de Doctrina

QUE DEBEN SUSCRIBIR TODOS LOS MINISTROSDE LA IGLESIA ESPAÑOLA REFORMADA EPISCOPAL

ADOPTADA EN EL SÍNODO DEL AÑO 1883

Esta "Declaración de Doctrina" es esencialmente idéntica a la de los 39 artículos de la Iglesia de Inglaterra, con las siguientes excepciones:

- En el artículo 6, no se hizo mención de los libros apócrifos.

- Los artículos 16 y 17 se reúnen, no hay artículo 17.

- Artículo 35 ("De las Homilías ') se omite, y siguientes renumerado.

- Artículo 36 y 37 ('De la Consagración de los Obispos y Ministros ", y" De los Magistrados Civiles ") se han refundido en vista de la situación particular de esta Iglesia (y aparecer como el artículo 35 y 36).

I. — De la fe en la Trinidad Sacrosanta.

Hay un solo Dios vivo y verdadero, eterno, incorpóreo, Indivisible, impasible, de inmenso poder, sabiduría y bondad; creador y conservador de todas las cosas así visibles como invisibles. Y en la Unidad de esta Naturaleza Divina hay Tres Personas de una misma esencia, poder y eternidad: el Padre, y el Hijo, y el Espíritu santo.

II. — Del Verbo de Dios que se hizo verdadero Hombre.

El Hijo, que es el Verbo del Padre, engendrado del Padre desde la eternidad, verdadero y eterno Dios, y consubstancial al Padre, asumió la naturaleza humana en el seno de la bienaventurada Virgen, de su substancia: de modo que las dos naturalezas, divina y humana, entera y perfectamente fueron unidas, para no ser jamás separadas, en una Persona; de lo cual resultó un solo Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre; que verdaderamente padeció, fue crucificado, muerto y sepultado, para reconciliarnos con su Padre, y para ser víctima no sólo por la culpa original, sino también por todos los pecados actuales de los! hombres.

III. — Del Descendimiento de Cristo a los Infiernos.

Como Cristo murió por nosotros, y fue sepultado, así debemos también creer que descendió a los infiernos.

IV. — De la Resurrección de Cristo.

Cristo resucitó verdaderamente de entre los muertos, y tomó de nuevo su cuerpo, con carne, huesos, y todo lo que pertenece a la integridad de la naturaleza humana; con la cual subió al cielo, y allí reside, hasta que vuelva para juzgar a todos los hombres en el día postrero.

V. — Espíritu Santo.

El Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, es de una misma esencia, majestad y gloria, con el Padre y con el Hijo, verdadero y eterno Dios.

VI. — De la suficiencia de las Sagradas Escrituras en lo que atañe a la Salvación.

La Sagrada Escritura contiene todas las cosas que son necesarias para la salvación; de modo que nada de lo que en ella no se lee, ni por ella se puede probar, debe exigírsele a hombre alguno que lo crea como artículo de fe, o que lo considere como requisito necesario para la salvación.

Bajo el nombre de Sagrada Escritura entendemos aquellos libros canónicos del Antiguo y Nuevo Testamento, de cuya autoridad nunca hubo duda alguna en la Iglesia.

Los libros canónicos del Antiguo Testamento son los siguientes:

Génesis. Éxodo. Levítico. Números. Deuteronomio. Josué. Jueces. Ruth. lª de Samuel. 2ª de Samuel.

1ª de los Reyes. 2ª de los Reyes. lª de las Crónicas.

2ª de las Crónicas. Esdras. Nehemías. Esther. Job. Salmos. Proverbios.

Eclesiastés. Cantar de Cantares. Isaías. Jeremías. Lamentaciones. Ezequiel.

Daniel. Oséas. Joel.

Amós.

Abdías. Jonás. Miquéas. Nahúm. Habacúc. Sofonías. Aggéo. Zacarías. Malaquías.

Del Nuevo Testamento recibimos y tenemos por canónicos todos los libros, según se reciben comúnmente.

VII. — Del Antiguo Testamento.

El Antiguo Testamento no es contrario al Nuevo, puesto que en tanto en el Antiguo como en el Nuevo, se ofrece la vida eterna al género humano por Cristo, que es el único Medianero entre Dios y los hombres, siendo Dios y Hombre. Por lo cual opinan malamente los que imaginan que los antiguos tenían puesta su esperanza sólo en promesas temporales.

Aunque la Ley dacia de Dios por Moisés, en lo tocante a ceremonias y ritos, no obligue a los Cristianos, ni sus preceptos civiles hayan de recibirse necesariamente en ningún Estado, con todo, no hay Cristiano alguno que se halle exento de la obediencia a los mandamientos que se llaman Morales.

VIII. — De los tres Símbolos.

Los tres Símbolos o Credos, a saber, el "Constantinopolitano", el "Apostólico" y la definición de la fe católica contenida en el "Atanasiano", deben ser del todo recibidos y creídos; por cuanto pueden probarse con testimonies firmísimos de las Escrituras.

IX. — Del Pecado Original.

El pecado de origen no consiste, como pretendían los Pelagianos, en la imitación de Adam, sino que es el vicio y depravación de la naturaleza de todo hombre engendrado naturalmente de la estirpe de Adam; lo cual sea causa de que diste muchísimo de la justicia original, propenda al mal de su misma naturaleza, y, por tanto, en cada uno de los nacidos merece esto la ira de Dios y la condenación.

Esta depravación de la naturaleza permanece todavía en los que son regenerados; por lo cual, la concupiscencia de la carne (llamada en griego "phronema sarkos", que unos interpretan sabiduría, otros sensualidad, otros inclinación, y otros deseo de la carne) no se sujeta a la ley de Dios; y aunque para los regenerados y creyentes no hay condenación alguna por causa de Cristo, con todo, confiesa el Apóstol, que la concupiscencia tiene en si misma naturaleza de pecado.

X. — Del Libre Albedrío.

La condición del hombre después de la caída de Adam es tal, que por sus fuerzas naturales y buenas obras no puede volverse ni prepararse a la fe e invocación de Dios. Por lo tanto, sin la gracia de Dios por Cristo, que nos prevenga para que queramos, y coopere mientras queremos, no tenemos poder alguno para hacer obras de piedad que sean agradables y aceptas a Dios.

XI. — De la Justificación del hombre.

Somos reputados justos delante de Dios, solamente por el mérito de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, por medio de la fe, y no por nuestras obras y merecimientos. Por lo tanto, que nosotros somos justificados por medio de la fe solamente, es una doctrina muy saludable y muy llena de consuelo.

XII. — De las Obras buenas.

Las obras buenas, que son los frutos de la fe, y siguen a la justificación, aunque no pueden expiar nuestros pecados, ni soportar la severidad del juicio divino, son, sin embargo, agradables y aceptas a Dios en Cristo; y nacen necesariamente de una fe viva y verdadera, de tal modo que claramente por ellas puede conocerse la fe viva, como puede juzgarse del árbol por el fruto.

XIII. — De las Obras antes de la Justificación.

Las obras hechas antes de la Gracia de Cristo y de la inspiración de su Espíritu, no son agradables a Dios, por cuanto no proceden de la fe en Jesucristo; ni merecen la gracia, como llaman muchos, "de cóngruo": antes bien, no siendo hechas como Dios quiso y mandó que se hicieran, no dudamos que tienen naturaleza de pecado.

XIV.— De las obras de Supererogación.

Las obras llamadas de "supererogación", no pueden enseñarse sin arrogancia e impiedad, pues por ellas declaran los hombres que no sólo rinden a Dios todo aquello a que están obligados, sino que hacen por amor suyo más de lo que tienen obligación de hacer; mientras Cristo dice claramente: Cuando hubiereis hecho todas las cosas que os están mandadas, decid: Siervos inútiles somos.

XV. — De que nadie es sin pecado, excepto Cristo.

Cristo, en la verdad de nuestra naturaleza, fue hecho semejante a nosotros en todas las cosas, excepto