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El mejor comienzo de un nuevo año

Constituye, sin duda, un buen motivo para dar gracias a Dios el inicio de un nuevo año.

Juan María Tellería Larrañaga - Ahí está el refranero castellano para recordarnos aquello de Año nuevo, vida nueva, o también lo de Quien comienza bien el año sufrirá de poco daño. Como bien dicen, sabiduría popular, con toda su amplitud y sus limitaciones. Y es que en todas las culturas la apertura de un nuevo período anual reviste un alto valor, algo así como una renovación de la vida, una nueva oportunidad para encauzar la existencia, matizada conforme a los ritos o las costumbres de cada lugar y cada sistema de creencias.

Pero no es nuestra intención adentrarnos en los tópicos propios del año nuevo con esta reflexión aunque vaya por delante, eso sí, nuestro sincero deseo de un próspero 2016 para todos nuestros amables lectores. Preferimos centrar nuestra atención en la primera gran celebración de nuestro calendario litúrgico cristiano universal para estas fechas, es decir, la festividad de la Epifanía de Nuestro Señor[1], o, como se la suele designar de manera popular en nuestro país, el Día de Reyes. De todos es sabido que tan sólo un pasaje de los Evangelios[2] menciona la historia de los magos de Oriente: San Mateo 2:1-12, historia harto conocida por los lectores de la Santa Biblia, y que no es menester citar in extenso, pero cuyo mensaje nos permite abrir las puertas del nuevo año con una hermosa nota de esperanza. Vamos a limitarnos a señalar cuatro ideas puntuales que comentamos a continuación.

Entramos directamente en el tema con el nombre propio que esta festividad ostenta en el calendario cristiano, es decir, Epifanía, como ya habíamos apuntado. Se trata de un término griego (epipháneia) que significa “manifestación” o “aparición”. Aunque este vocablo no aparece como tal en el relato de Mt 2:1-12[3], lo cierto es que todos sus versículos evidencian una esmerada composición cuya finalidad no es otra que exaltar la presencia o manifestación de Dios entre los hombres a través de Jesús recién nacido. Así se indica desde el primero, donde se lo llama directamente por su nombre, hasta el 11, donde se lo designa como “el niño”[4]. El v. 2, en boca de los magos, lo llama “el rey de los judíos, que ha nacido”, y el v. 4, en labios del rey Herodes, le da el nombre de “el Cristo”. Si a ello añadimos la figura del guiador mencionada en el oráculo de Miqueas (v. 6), tenemos un cuadro completo de la aparición de Nuestro Señor en el propósito divino tal como lo relata el evangelista. Dicho de otro modo, toda esta historia tiene como finalidad única mostrar a los lectores que Jesús ha nacido, pero que ha nacido como rey de los judíos y ungido de Dios (en griego, Khristós). Lo primero viene a entroncar con la historia de Israel, entendida como una historia sagrada o una Historia de la Salvación en la que Dios se ha hecho presente en medio de las circunstancias de un pueblo muy concreto. Lo segundo apunta a un horizonte más amplio: cuando el Evangelio según San Mateo ve la luz, allá por la segunda mitad del siglo I[5], el nombre de Cristo se ha consolidado como designación propia del Señor de los cristianos, y se asocia a una Iglesia que es, por esencia y definición, universal, vale decir, no circunscrita a un pueblo concreto o a un lugar determinado. Todo el relato de Mt 2:1-12 ostenta en su gran simplicidad y su carencia de grandes detalles narrativos[6], los ecos de una primitiva catequesis cristiana, de una instrucción impartida en las comunidades de creyentes y que exaltaba la universalidad del mensaje y la persona de Jesús desde el primer momento en que aparece en este mundo como un niño recién nacido. De hecho, los tonos de toda la narración están orquestados por esa manifestación divino-humana, como podemos constatar en los ítems que siguen.

La segunda idea viene representada por el binomio magos-estrella, que el texto muestra como dos conceptos prácticamente inseparables: los magos entran en escena porque han visto la estrella (v. 2) y luego es ese mismo astro el que los guía hasta donde se encuentra el niño Jesús (v. 9), lo que, según el v. 10, les llena de un gran regocijo. No vamos a adentrarnos en el laberinto de la especulación sobre la historicidad de estos personajes[7] o la propia estrella[8], ni sobre el estilo legendario del relato, asuntos sobre los cuales se han vertido ríos de tinta desde hace mucho tiempo, no siempre con la misma fortuna[9]. Que al evangelista le preocupan poco todos esos detalles lo evidencian, por un lado, el hecho de una acción rápida (al lector actual puede darle la impresión de que todo sucede a gran velocidad, en el transcurso de unas pocas horas, lo que, dados los medios de la época, no era posible), y por el otro, la nota curiosa de que no sabemos ni quiénes eran exactamente aquellos magos, ni cómo se llamaban, ni cuál era su número. Pero sí queda bien claro que iban dirigidos de manera sobrenatural por una estrella y que este prodigio era identificado por ellos como la estrella del rey de los judíos recién nacido: su estrella hemos visto en el oriente (v. 2). Que tal declaración sea, o no, el cumplimiento de la profecía de Balaam consignada en Nm 24:17, como quiere una antigua tradición interpretativa, es un asunto secundario. Lo que la redacción del texto mateano nos quiere señalar es que la presencia o manifestación de Cristo entre los hombres no sólo es un hecho constatado entre los judíos, sino que también los gentiles (el v. 1 especifica que los magos procedían del oriente, el mundo gentil por antonomasia para la mentalidad judía) se han de beneficiar de Él, y ello sin escatimar medios sobrenaturales. La narración echa, pues, por tierra cualquier tipo de exclusivismo judío o pro-judío mal entendidos[10] y abre de par en par las puertas de la Gracia de Dios para con el ámbito pagano, del cual, dicho sea de paso, se ofrece una imagen bastante más positiva de lo que se podría pensar: al introducir en escena a aquellos magos (sin duda astrólogos o sabios, más que simples adivinos o practicantes de las artes oscuras), el evangelista ofrece una visión hasta cierto punto elevada de la gentilidad, muy por encima de la burda idolatría de los adoradores de estatuas inertes a la que tan proclive había sido el Israel veterotestamentario[11]. Hallaremos la misma tónica a lo largo de todo el Evangelio mateano, en el que, pese a sus evidente redacción para judeo-cristianos como destinatarios inmediatos, la presencia de los gentiles no aparece como algo forzosamente negativo[12].

La tercera idea, y en contraste con la anterior, nos la ofrece el cuadro nada favorable del rey Herodes, monarca judío a la sazón, si bien idumeo de estirpe[13]. Como profesante de la religión de Israel, presta atención a las Escrituras (lo que sirve al evangelista para introducir una cita del Antiguo Testamento en su narración, el importante oráculo mesiánico de Mi 5:2 en los vv. 5-6), pero sus intenciones están muy lejos de la adoración y el reconocimiento del niño recién nacido. Al contrario, se muestra declaradamente hostil para con la manifestación de Jesús, si bien sabe disimular arteramente sus propósitos asesinos ante los magos. La actitud de este tirano, pese a su evidente parecido con tantos otros de la antigüedad, enemigos acérrimos de recién nacidos que suponían una amenaza para sus sistemas de poder[14], está muy lejos de ser una simple construcción estética del evangelista. Constituye toda una evidencia de la gran verdad que más tarde proclamaría el Evangelio según San Juan 1:11 cuando, en clara referencia a la encarnación del Verbo, dice A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron. Las manifestaciones o epifanías de Dios a su pueblo no siempre fueron bien recibidas en los tiempos veterotestamentarios, como nos evidencian los relatos referentes al éxodo de Israel y su llegada a las puertas de Canaán (Éx 14:11-12; Nm 14). De alguna manera, la figura de Herodes viene a ser la nota discordante que empaña el conjunto del relato, pero que, al mismo tiempo, nos pone en guardia frente a falsos triunfalismos: Cristo no es aceptado por todo el mundo, ni tampoco todos muestran regocijo por su venida o su presencia entre los hombres. Ningún creyente puede afrontar la realidad del testimonio cristiano con falsas expectativas de triunfos aplastantes o grandes éxitos y aplausos populares. Más aún, es posible que entre aquéllos que parecieran haber de ser más favorables a su mensaje, se encuentren precisamente sus mayores adversarios. Herodes, como todos los tiranos, teme por la estabilidad de su trono, lo que le hace ver en el rey de los judíos recién llegado un contrincante al que hay que eliminar. La realidad de Jesús como manifestación de Dios entre los hombres, finalmente, no es algo que cada individuo de nuestra especie vaya a comprender o asimilar con alegría. Es posible, incluso, que algunos lo perciban como una amenaza indeseable a sistemas bien cimentados, políticos, económicos y hasta religiosos, lo cual conllevará indefectiblemente su rechazo y, de ser posible, su eliminación.

Pese a ello, y como colofón de lo expuesto, el relato concluye con una hermosa imagen de adoración, que es la cuarta idea que entresacamos del texto mateano: los magos orientales, siempre dirigidos de manera supraterrena, encuentran al niño juntamente con su madre María y lo adoran ofreciéndole presentes de elevado coste (v. 11)[15], hecho lo cual, se retiran a su país, también de manera sobrenatural, advertidos por un sueño (v. 12). Nada de ello carece de sentido. No se concibe la epifanía de Nuestro Señor sin una patente adoración de su persona, vale decir, de reconocimiento de su realeza y su función restauradora del ser humano, judío o gentil, independientemente de quiénes lo acepten o quiénes no. El relato de Mt 2:1-12 es, por tanto, positivo, aunque con gran dosis de realismo, lo que contribuye a que resulte un conjunto enriquecedor y de elevada espiritualidad. Ahí estriba el hecho de que suponga para nosotros, los creyentes del siglo XXI, el gran desafío de un correcto enfoque de la Epifanía de Nuestro Señor, que ha de marcar indeleblemente todo el año litúrgico y el año civil en lo referente a nuestra adoración. En tanto que discípulos confesos de Jesús, iniciamos un nuevo año bajo el signo de la manifestación de Cristo, rey divino y al mismo tiempo netamente humano, nacido de María[16], pero no como un simple hito histórico. Ni siquiera como un acontecimiento capital de la Historia de la Salvación que se deba consignar por escrito, podríamos decir, pues los hitos que sólo sirven para ser documentados en los libros únicamente interesan a eruditos. El reto que conlleva la Epifanía al comienzo del año implica una clara toma de postura ante las realidades del mundo en que vivimos a la luz de la manifestación de Jesús entre los hombres. Algo ha de cambiar, por fuerza, si admitimos que damos comienzo a estos nuevos 366 días[17] que tenemos por delante, adorando al Jesús nacido de María y manifestado desde el primer momento a judíos y gentiles, para bien o para mal.

En efecto, deseamos a nuestros amables lectores de La LUZ Digital un feliz y próspero año 2016, como habíamos indicado antes. Pero, por encima de todo, deseamos una clara conciencia de la epifanía de Cristo, en su sentido griego más puro, en nuestras vidas individuales y en el conjunto de la Iglesia.

[1] El día 1 de enero, festividad del Año Nuevo, es en ciertas tradiciones cristianas el Día de la Circuncisión de Nuestro Señor. La Iglesia Católica Romana, desde hace unas décadas, celebra en esa festividad la Solemnidad de la Madre de Dios.

[2] En la literatura apócrifa cristiana, en cambio, la presencia de los magos es más abundante. Así, por ejemplo, en el llamado Protoevangelio de Santiago, del siglo II, o en el Evangelio armenio de la Infancia de Jesús, del siglo VI. En este último, dato curioso e importante para las tradiciones navideñas posteriores, los magos son ya denominados “reyes” y aparecen en número de tres, con nombres propios muy similares a sus designaciones populares de nuestros días.

[3] Aunque en el v. 7 RVR60 menciona la aparición de la estrella, se debe a la traducción al castellano del sintagma griego tu phainomenu asteros, lit. “de la estrella que aparecía”.

[4] La mención de Jesús como “el niño” se halla también en los vv. 8 y 9, el primero en boca de Herodes, y el segundo en el cálamo del narrador.

[5] Según las hipótesis más extendidas en nuestros días, su composición-redacción definitiva tendría lugar hacia los años 80 del siglo I.

[6] En contraste con sus paralelos de los evangelios apócrifos, por ejemplo.

[7] Para una buena exposición a nivel divulgativo sobre el tema, véase Cardini, F. Los Reyes Magos. Barcelona: Ediciones Península, 2001; Chopitel, J. et Gobry, C. Les Rois mages: histoire, légende et enseignements. Grenoble (France): Le Mercure Dauphinois, 2002.

[8] Nos vienen a la mente, mientras redactamos estas líneas, ciertas especulaciones muy de moda durante los años 70 del siglo pasado, según las cuales la estrella de Belén habría sido, ni más ni menos, un OVNI tripulado por ¿extraterrestres?, ¿ángeles? En aquellos años, la ufología estaba en pleno apogeo, como recordarán quienes eran entonces jóvenes o adolescentes. Lo malo es que no faltaron autores cristianos de cierto renombre que se dejaron arrastrar por aquella ola y se llegaron a publicar auténticos sinsentidos en relación con éste y otros asuntos bíblicos que hoy nadie menciona, suponemos, por sentido común.

[9] Para el fondo legendario de historias parecidas, se consultarán los comentarios de calidad al Evangelio según San Mateo, como, v.gr. el clásico de Pierre Bonnard publicado por Ediciones Cristiandad, así como los diferentes estudios sobre narrativa popular del Medio Oriente y la India que vierten las prensas universitarias.

[10] Incluso las tradiciones talmúdicas contienen relatos, más o menos fantásticos, de manifestaciones divinas a los gentiles. El exclusivismo judío, pese a lo que se suele afirmar como uno de los grandes tópicos en la exposición de la Biblia, no era algo tan extendido como se piensa (cf. Mt 23:15). Parece más bien la actitud de cierto sector israelita que se inicia en tiempos de Esdras y Nehemías como reacción ante el sincretismo que había provocado la ira de Dios antes del exilio en Babilonia, y luego se manifiesta sobre todo en ciertas sectas muy concretas, como los esenios. Tras la desaparición del templo el año 70 d. C., será la tendencia más marcada en el judaísmo más conservador, muy comprensible si tenemos en cuenta las condiciones de supervivencia a que se ha visto reducido hasta nuestros días, hasta en el actual Estado de Israel.

[11] Cf. 2R 21:11; Is 2:8; 57:5; Os 4:17, etc.

[12] Mt 4:15 habla de Galilea de los gentiles como la tierra especialmente bendecida con la luz de la presencia de Cristo, conforme al oráculo de Is 9:1-2. Mt 8:5-13 presenta con rasgos muy favorables al centurión de Capernaum que pide a Jesús sane a su siervo. Y, para no cansar al amable lector, Mt 15:21-28 narra el episodio de la mujer cananea.

[13] Véase el magnífico estudio de Schwentzel, C.-G. Hérode le Grand. Paris: Pygmalion, 2011.

[14] Piénsese, sin ir más lejos, en las tradiciones contenidas en Éx 2 acerca del nacimiento de Moisés, que ciertas tradiciones talmúdicas redondean al añadir que el faraón sabía de una antigua profecía según la cual un niño nacería en aquellos días concretos, destinado a destruir Egipto. Las literaturas oriental mesopotámica y clásica grecolatina están también llenas de ejemplos de relatos similares (así, las crónicas referentes al nacimiento de Sargón de Akkad, las historias de Heródoto en relación con la venida a este mundo de soberanos persas y figuras destacadas del mundo helénico, o el inmortal Ab Urbe Condita de Tito Livio sobre los orígenes Rómulo), entre otras obras.

[15] Sobre el simbolismo tradicionalmente atribuido al oro, el incienso y la mirra, véase Arsenal, L. y Sanchiz, H. Historia de las sociedades secretas españolas (1500-1936). Madrid: Ed. Zenith, 2006.

[16] La mención de María del v. 11 ha servido a la iconografía cristiana de todos los tiempos para presentar al Jesús recién nacido en brazos de su madre o sentado sobre sus rodillas, como una clara evidencia de su humanidad, en contra de los distintos docetismos que han azotado y aún azotan, por increíble que parezca, a la Iglesia universal.

[17] 2016 es un año bisiesto.

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